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LA INCOMPRENSIÓN DE ARACNE

 

Las luces fluorescentes del aula parpadeaban con un zumbido irritante, una banda sonora adecuada para la constante sensación de ansiedad que me acompañaba. Había terminado la secundaria hacía dos años y, desde entonces, me encontraba en una espiral de desesperación y confusión. Todo lo que había aprendido en el colegio no me servía de nada en el mundo real. Los ideales y valores que había absorbido como una esponja parecían absurdos y anticuados en una sociedad que valoraba la conformidad por encima de la autenticidad.

Los días se sucedían unos a otros, monótonos y sin propósito. Trabajaba en una pequeña cafetería del centro, sirviendo café y sonrisas falsas a clientes que no notaban ni les importaba mi presencia. Mis compañeros de trabajo hablaban de sus planes de futuro, de sus estudios universitarios, de sus ambiciones. Yo, en cambio, sentía que estaba atrapada en un ciclo interminable de insatisfacción.

Mis manos temblaban constantemente. A veces era el miedo a no ser suficiente, otras veces era el temor de que alguien notara que no encajaba. No podía compartir mis pensamientos con nadie. No podían entender que no quería formar parte de una sociedad que me exigía ser igual a los demás. ¿Por qué debo renunciar a ser lo que otros no quieren ver?

Esa tarde, después de salir del trabajo, decidí caminar sin rumbo fijo por las calles de la ciudad. El aire fresco de la tarde me golpeaba el rostro, dándome una sensación de alivio temporal. Pero en el fondo, el nudo en mi estómago no desaparecía. No podía ocultar lo que a mi mente se venía.

Llegué a un parque y me senté en un banco. Observé a la gente que pasaba: niños jugando, parejas paseando de la mano, ancianos disfrutando del sol. Todos parecían tan seguros de su lugar en el mundo. Sentí una punzada de envidia y una oleada de resentimiento. ¿Por qué yo no podía ser así? ¿Por qué no podía simplemente conformarme?

Mis pensamientos se volvían cada vez más oscuros. Recordé las palabras de mi profesora de filosofía en el último año de secundaria: «La autenticidad es ser fiel a uno mismo». ¿Pero qué significaba ser fiel a uno mismo cuando uno no sabía quién es en realidad?

La ansiedad me consumía. Cada respiración era un esfuerzo, cada latido de mi corazón un recordatorio de mi fracaso. Me levanté del banco y comencé a caminar de nuevo, más rápido esta vez, tratando de escapar de mis propios pensamientos.

Mientras caminaba sin rumbo, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos sin previo aviso. La desesperación me abrumaba y cada paso se sentía más pesado que el anterior. La imagen de mi madre apareció en mi mente, la manera en que su rostro reflejaba cansancio y preocupación cada vez que me veía. Había sacrificado tanto por mí, trabajando largas horas para darme una educación, para asegurarme un futuro que ahora parecía fuera de mi alcance, para asegurarse que fuera igual a los demás.

Recordé una noche en particular, unos meses después de graduarme, cuando había llegado a casa tarde del trabajo. La encontré sentada en la cocina, con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Me acerqué para consolarla, pero no pude decir nada que aliviara su dolor. Esa noche, me quedé despierta a su lado, sintiéndome impotente y culpable. Sentí que había fallado no solo a mí misma, sino también a ella. ¿Por qué no supe ayudar a quien siempre estuvo para mí?

La ciudad se volvía cada vez más opresiva. Las luces de los edificios, los ruidos del tráfico, las conversaciones ininteligibles de los transeúntes, todo se mezclaba en un caos ensordecedor. Sentí que iba a explotar. Necesitaba un escape, cualquier cosa que me permitiera sentirme viva.

Me encontré frente a un edificio abandonado en las afueras de la ciudad. Las ventanas estaban rotas y la puerta principal colgaba de una bisagra oxidada. Sin pensarlo dos veces, entré. El interior estaba oscuro y polvoriento, pero al menos era un lugar donde podía estar sola, lejos de las miradas y expectativas de los demás. Alejada de lo normal. Mis pasos resonaban en el vacío mientras avanzaba por el vestíbulo desolado. A mi derecha, una escalera de mármol destrozada ascendía hacia pisos superiores que probablemente estaban en ruinas. Decidí explorar más, impulsada por una curiosidad casi morbosa.

La oscuridad del edificio se sentía como un manto reconfortante, envolviéndome y aislándome del mundo exterior. Cada rincón del lugar parecía contar una historia de olvido y abandono. Las paredes estaban cubiertas de grafitis, mensajes desesperados de aquellos que habían pasado antes que yo. Algunos de los escritos eran crudos y directos, otros eran enigmáticos, casi poéticos.

Seguí caminando hasta llegar a una gran sala que alguna vez debió ser una especie de salón de baile o auditorio. La luz tenue del atardecer se filtraba a través de las ventanas rotas, creando patrones de sombras danzantes en el suelo polvoriento. Me senté en lo que quedaba de una tarima, sintiendo una extraña mezcla de calma y desolación.

Saqué de mi bolsillo un viejo cuaderno que solía llevar a todas partes. Era un hábito que había adquirido en la secundaria, un intento de plasmar mis pensamientos y emociones en palabras. Pero al abrirlo, me di cuenta de que no había escrito nada en meses. Las páginas en blanco parecían burlarse de mi incapacidad para encontrar sentido o propósito. Es entonces cuando comprendí que había renunciado a una parte de mí, intentando ser igual a los demás. Quise cerrarlo, con la intención de olvidarlo, pero al levantar la vista, pude ver en una esquina de la sala, casi oculto por la oscuridad, un viejo piano de cola. Me acerqué, con el corazón latiendo un poco más rápido por la emoción. Estaba cubierto de polvo, y algunas teclas estaban rotas, pero parecía lo suficientemente robusto para tocar. Me senté en el desvencijado banco y dejé que mis dedos rozaran las teclas. Al principio, solo fue un murmullo desafinado, pero luego, poco a poco, una melodía comenzó a formarse. No era perfecta, pero era mía. Cada nota, cada acorde, parecía liberar una parte de la angustia que llevaba dentro.

Perdí la noción del tiempo. La música me envolvía, me transportaba a un lugar donde no existían las expectativas ni los fracasos. Solo el sonido y yo. Fue en ese momento, en medio de aquel edificio en ruinas, que entendí algo importante. No necesitaba tener todas las respuestas, no necesitaba encajar. Solo necesitaba encontrar momentos, espacios donde pudiera ser yo misma, sin máscaras ni presiones, entender que el arte corría por mis venas, recordándome la importancia de ser yo misma.

La autenticidad no era un destino, sino un proceso. Un camino que se construía nota a nota, paso a paso. Y aunque todavía no sabía quién era en realidad, al menos ahora sabía cómo empezar a buscarlo. Salí del edificio con una sensación de ligereza, como si me hubieran quitado un peso de encima. La ciudad ya no se veía tan opresiva. El bullicio de las calles, las luces, todo parecía menos amenazante. Había encontrado el significado de  lo que decía mi profesora: «la autenticidad es ser fiel a uno mismo», también un pequeño rincón de paz en medio del caos y eso era suficiente por ahora.

Al día siguiente, volví a la cafetería, pero algo había cambiado en mí. Decidí inscribirme en clases de piano y buscar nuevos espacios donde pudiera seguir explorando mi autenticidad. No sabía qué me depararía el futuro, pero al menos ahora tenía una dirección. Una melodía que seguir.


¿VA TODO BIEN? | RELATO 8M


No tuve otra opción. 

Gotas de sangre formando pequeños recorridos en mi frente, provocando cosquilleos que me impedían pensar. El temblor de mis manos impidiendo que pudiese seguir sujetando el cuchillo tintado de rojo. La inestabilidad que me había originado verlo ahí: acostado en el suelo de la cocina, bañándose en la piscina que él mismo había formado.

Todo parecía distinto. Solo el reloj del horno se atrevía a interrumpir el doloroso silencio que había empezado después de su quejido.

Cuando el cuchillo cayó, mis pulsaciones comenzaron a acelerarse para permitirme respirar. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Todo había ocurrido muy rápido. No sabía a quién llamar, ni siquiera recordaba cómo se articulaba ninguna palabra. 

Tenía miedo. Miedo de que cualquier movimiento fuera el que lo despertase. ¿Y si lo conseguía? Todo volvería a empezar. Era imposible. Sus orificios nasales ya estaban más que inundados en su propia sangre. 

¿Qué debía hacer? ¿Huir? ¿Ver si estaba vivo?

El timbre sonó. Alguien estaba llamando a la puerta. ¿Cómo se habían enterado? ¡Qué rápido! ¿Debería ir?

Mis temblorosas piernas comenzaron a moverse. El chapoteo de cada paso que daba era solo una excusa para aumentar mis pulsaciones. Llegué a la puerta dejando unas huellas rojas por el camino.

“¿Quién es?” Pregunté temblorosa antes de abrir. Ni siquiera lo comprobé por la mirilla. “Policía” respondieron. “Hemos recibido una llamada del 016 proveniente de este domicilio. ¿Va todo bien?”.

Po-li-cí-a. Cada sílaba retumbaba en mi cabeza. Se hacía eco con cada golpe sonoro. Me habían pillado. Me iban a llevar a prisión. Me iban a quitar la posibilidad de ver a mi hijo crecer. No. Habían llegado después de mi llamada. ¿Venían en mi ayuda? Sí, era eso.

No me demoré demasiado. Abrí la puerta escondiéndome tras ella. No quería que me vieran, pero sí que se lo llevasen lo antes posible. Uno de ellos me encontró en mi pequeño escondite. “¿Sigue aquí?” me preguntó. Solo asentí. Se quedó conmigo mientras su compañero lo buscaba, dejándose guiar por el camino de huellas rojas que yo misma había creado.

Lo siguiente que recuerdo es estar aquí ante usted. Ya le he contado todo lo que sé. Le juro que esta resolución se debe a que no tuve otra opción.


PERFECTAMENTE CONSTRUIDA



Parecía un cuadro, una imagen perfectamente construida. Las tijeras miraban a Sara o quizá era ella quien lo hacía.

Tac, tac, tac… Las gotas se precipitaban desde el grifo hasta el lavabo. Poco a poco taladraban su mente. Solo reafirmaban lo que ella estaba pensando. La ducha continuaba sonando, pero no tanto como el lavabo.

Sara se atrevió a hacerlo. Dejó llevarse por su ansiedad y agarró las tijeras. La escena se repetía: ambas se miraban, preguntándose si lo que estaba haciendo era lo correcto.

Dejó que las hojas afiladas rasgasen su brazo desnudo, mientras sus párpados la protegían de tal grotesca imagen. Con el escozor, abrió los ojos y recapacitó. ¿Qué estoy haciendo? Se preguntó.

Sara se miró el brazo y vio el corte que acababa de hacerse. Lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, parecía que alguien había abierto el grifo desde sus ojos. ¿Cómo había llegado a ese punto? Se preguntó. Recordó la presión que había sentido durante todo el día, la sensación de no ser suficiente, de no ser capaz de hacer nada bien. Se sentía sola y atrapada en su propia mente.

Tiró las tijeras en el lavabo, parecía un cuadro, una imagen perfectamente construida.

LA LEYENDA DE LA MORA




Al intentar hacer memoria, recuerdo ese verano como ningún otro, sobre todo, ver a los pájaros revolucionándose ante tal hecho que seguro era tan sorprendente para mí como para ellos. Pero antes de empezar la historia por el final, prefiero hablaros de lo que había vivido el verano de ese año.

Mis padres tenían siempre la tediosa costumbre de contradecir todas mis decisiones relacionadas con mi futuro, como si a los dieciséis años no fuera lo suficiente maduro como para elegir mi propio camino... Mi sueño siempre ha sido pintar, cursé el bachillerato artístico con el objetivo de entrar en la carrera de Bellas Artes, aunque para mis padres estaba estudiando el bachillerato científico que, según ellos, era el de más salidas.

No me gustaba mucho el verano, no ocurría nada interesante, no tenía amigos y los que tenía estaban a distancia, fuera de Galicia. Odiaba vivir allí, era el lugar más remoto que había conocido, como dice el dicho: “Era el lugar donde Jesús perdió la chancla”. Soy consciente que no era así, todo estaba a una buena distancia de los lugares importantes: Ferrol, centros comerciales, parques… Pero siempre lo percibí como si estuviera perdido en medio de la nada.

Uno de los primeros días de verano, me propuse dejar atrás las rutinas aburridas de todos los veranos que pasaba allí y decidí hacer algo nuevo, algo que pudiera potenciar mi talento artístico y que hiciera volar mi imaginación y no se quedara oxidada hasta el nuevo curso. Mi plan sería ir a dibujar por los alrededores de mi casa y conseguir que se me despejase la cabeza y olvidar mis planes de futuro que, para nada, estaban próximos a los que mis padres tenían planeados para mí.


La verdad es que me encantaba ir por todos los rincones de mi pueblo O Val, gracias a mi plan, estaba consiguiendo algo que nunca me hubiera imaginado: maravillarme ante la belleza de mi pueblo natal. Un día antes de la noche de San Juan, encontré una roca enorme, una especie de monolito que parecía conmemorar algo antiguo. Había algo que llamaba mi atención, alguna clase de energía magnética que me invitaba a dibujarla.

Me pasé todo el día dibujando cada detalle que rodeaba a la roca, mientras yo, a sus pies, seguía hipnotizado ante esa sensación magnética. Llegada ya la noche, mi móvil ardía de tanta llamada que hacían mis padres y, aunque quería responder, la roca seguía proclamando su atención. A medida que iban pasando las horas, notaba como algo propio de la naturaleza comenzaba a cobrar vida, de una forma u otra sentía el susurro de los árboles anunciando que algo iba a llegar, aunque decidí centrarme en mi dibujo que continuaba bajo la luz de la linterna del móvil.

Ya eran las tres de la mañana cuando me desperté, no me había dado cuenta de haberme dormido. Cuando miré a mi alrededor, me sentía perdido, como si algo dentro de mí hubiera desaparecido, no sabía qué podía ser: seguía teniendo el móvil, mi cuaderno, mi dibujo de la… ¡Mi dibujo de la roca! Esa roca ya no estaba. No me creía que fuera producto de mi imaginación, todo había sido tan real…

- Por fin despiertas, joven muchacho. ¿Te has perdido o buscar algún sitio de resguardo? – Me había dicho una mujer de tez oscura después de haberme asustado.

- Hola, perdone, me he quedado dormido mientras dibujaba una… Bueno, no importa. – Creía que era mejor no decirle a nadie que me estaba volviendo loco. – Ya me marcho, perdone.

- No debes disculparte, mientras tus aficiones te guíen, no permitirás que nadie te despiste. ¿Puedo ver lo que has retratado? Quizá pueda ayudarte, a darte más detalles.

- No, lo siento mucho, ya es muy tarde, seguro que mis padres están preocupados.

- Claro, es normal, pero en la noche de San Juan todo brilla como el alba, hablando de brillar – se quedó mirando al cielo – mira lo que tengo, es para ti, lo gané con esmero.

Justo cuando me había levantado para irme, la señora me había enseñado bastantes joyas y monedas de oro. Lo guardaba todo en su bolso, pero, para enseñármelo, lo tiró todo al campo, sin importar que pudiera perder algo en mitad de la noche.

- No, no se preocupes, señora. – No quería perder más el tiempo. – Debo irme, mis padres querrán saber que estoy bien.

- No, hijo mío, de aquí no te puedes ir sin elegir alguno de mis tesoros de marfil. Eso sí, el peine de oro es mío, necesito peinarme para no armar más líos en mi fino cabello. – Comenzó a peinarse, la mora parecía ser bastante coqueta. – Venga, joven, observa con paciencia, no tenemos prisa, aunque la brisa indica que el sol se acerca con ganas de recibir la fiesta.

La fiesta a la que se refería la señora era la noche de San Juan y, la verdad, no le faltaba razón, no sé cómo, pero ya eran las cinco de la mañana y el amanecer se acercaba. Era difícil resistirse, había mucho oro con el que podría acceder a mis estudios sin depender de la decisión de mis padres. Aunque la mora no se quedaba atrás, su belleza no dejaba de sorprenderme, pues, aunque hubiera poca luz solar, su belleza brillaba de por sí.

- Señora, de verdad, no puedo aceptarlo.

- Yo insisto, joven muchacho. Necesito que elijas algo, no me importa, todo está hecho a mano.

- Está bien señora, no quiero que le parezca una falta de respeto. – Me quedé mirando a todos sus tesoros, pero de lo que tenía, lo que más llamaba mi atención era un anillo que tenía pequeños brillantitos de diamante pulido. – Está bien, elijo este.

Me parecía muy hermoso, su belleza me hipnotizaba, igual que la energía que me transmitía la roca del día anterior. En realidad, de tanto tiempo que me quedé mirando al anillo, no me di cuenta de si la mora me había dicho algo. Al mirarla, me di cuenta de que su rostro estaba impregnado en lágrimas.

- ¿Qué le ocurre, señora? – Le pregunté por si le había parecido mal algo de lo que había dicho.

- ¡Todos sois iguales! – Me había empezado a gritar mientras sus lágrimas no paraban de salir al exterior. – ¡Cuando el oro se pone por delante, mi belleza parece insignificante!

Cuando me quise dar cuenta, el anillo había desaparecido y lo que tenía en la mano era un pedazo de carbón. La señora comenzaba a aumentar su tamaño y sus tesoros habían pasado a ser pequeños montones de arena. Sus brazos en pequeñas piedras se convertían y su cuerpo grande y robusto parecía. En un abrir y cerrar de ojos, la señora que tenía delante había convertido su belleza en una roca inmensa.

No me lo podía creer, mejor dicho: nadie me lo iba a creer. De hecho, yo no terminaba de procesar lo que había presenciado en apenas unas horas. El sol comenzaba a salir y el carbón que tenía en las manos había desaparecido.

Desde entonces, mi don de la pintura había desaparecido, aunque siempre digo que mis dibujos se habían transformado en escritos, porque desde ese momento, no he podido escribir algo que no fuera relacionado con ese sitio que, con el paso del tiempo, había descubierto que su nombre era Pena Molexa, en honor a esa enorme piedra de la que nadie me había contado nunca nada.

Con mucho tiempo de dedicación, descubrí que lo que yo había visto, otros lo habían vivido, dándole el nombre de “La leyenda de la Mora”, afirmando que todos los años, en la madrugada del día de San Juan, la mora volvía con la confianza de ser la elegida entre todos sus tesoros. Sin embargo, eso no puedo demostrarlo, pues mi temor por verla de nuevo impedía que volviera a encontrarme con la inmensa piedra.

Desde entonces mis escritos han atraído a muchísimos turistas que iban con la confianza de que mis historias no eran más que leyendas. Supongo que ese secreto ha dejado de serlo para que todos vosotros lo sepáis, queridos lectores.

La noche de Libertas


 

-          Y, por último, tenemos el caso de Diana, la joven que murió a manos de su pareja la pasada noche. Los vecinos afirman que Francisco, su marido, había llegado a altas horas de la mañana gritando y apenas vocalizando todo lo que decía. «Estábamos algo preocupados, pero lo último que piensas es que las cosas iban a acabar así», nos decía entre lágrimas una de sus vecinas. Esto ha sido todo, muchas gracias. Nos vemos en el siguiente informativo. Buenas noches.

Inmediatamente, mi madre apagó el televisor y me mandó recoger todo lo que estaba encima de la mesa. Últimamente estaba algo callada y seria, como si hubiera visto un fantasma. Papá no había vuelto a casa desde hacía dos días, no sabíamos donde estaba, o por lo menos yo no lo sabía.

-          ¡Laura! ¿¡Quieres dejar de andar en las nubes!?

-          ¡Sí!, perdona, mamá…

-          A saber en qué estás pensando… Llevas una temporada muy dispersa.

No le faltaba razón, mi mente estaba desconectada de mi cabeza, no podía concentrarme en nada de lo que me proponía hacer, ¡ni siquiera en recoger la mesa! No sabía que me ocurría, supongo que sería por no saber en dónde estaba mi padre y preguntarle a mamá por su paradero, sin recibir un grito en el intento, era tarea imposible.

De camino a mi cuarto, empecé a darle vueltas a la última noticia del informativo. Nunca me había parado a pensar en los casos de esas chicas que mueren a manos de sus parejas o en la calle… Se me ponen los pelos de punta y ya no solo en pensarlo, sino en darme cuenta de que la sociedad apenas hace nada para remediarlo; no hay más que ver el informativo, ¿por qué es la última noticia del telediario? ¿Acaso es de menor importancia? ¿Por qué no abre el informativo? ¿Puede que la sociedad se esté cansado de escuchar «siempre lo mismo»? Ojalá pudiera saber las respuestas o, mejor todavía, poder arreglar el problema, pero, desgraciadamente, no puedo hacer nada.

A la mañana siguiente, de camino al instituto, mi amiga Mónica me había comido la cabeza con la idea de ir a la fiesta en su casa.

-          Venga, Laura, ¡tenemos 16 años! Tenemos que vivir la vida.

-          Mo, ya sabes que a mí no van las fiestas, si apenas salgo de noche…

-          Normal apenas tengas amigos.

-          ¿Por qué dices eso?

-          Laura, piénsalo. ¿Qué es lo que le gusta al 97% de los de nuestra edad? ¡Pues salir! Y si no conoces al 4% restante, está claro que no vas a encontrar a nadie con el que compartir tus gustos.

-          El 3%, querrás decir…

-          Bueno, eso.

-          A parte, ¿no es compatible el salir de fiesta con otras aficiones?

-          A nuestra edad no.

-          Bueno, pues ya me lo pensaré.

No voy a mentir si digo que esa oferta estuvo rondándome la cabeza durante toda la mañana. No me convencía el hecho de salir por la noche, aunque la casa de Mónica estaba a apenas un kilómetro de la mía, ¿qué podía pasar? Bueno, no podría tomar decisiones sin hablar con mi madre antes, claro, que con la que estaba cayendo por casa, seguro que me ponía trabas hasta para tomar el postre en la comida.

Al sonar el timbre que marcaba el fin de la jornada estudiantil, Mónica se puso a mi lado mientras yo tenía los auriculares.

-          Psss. ¡Oye! – Me quité los auriculares. – No intentes ignorarme.

-          No lo hago, solo quiero pensar.

-          Siempre pensando… Dime, ¿qué vas a hacer?

-          ¡Ay! Siempre con lo mismo. – Aceleré el paso. – No lo sé, Mo, tengo que hablar con mi madre primero.

-          Bueno, pues en cuanto sepas, me mandas un mensaje. – La llamaron el grupo popular de las chicas – Bueno, te dejo. ¡Cuento contigo!

No tenía ni idea de por qué me insistía tanto para ir, si siempre había hecho fiestas y apenas me lo había dicho.

Al llegar a mi casa, mi madre estaba terminando de hacer la comida y el sitio de mi padre en la mesa estaba vacío, por lo que podía imaginarme que aún estábamos solas.

-          Mamá… – No giró la cabeza. – ¡Mamá!

-          ¡Ay! Dime. – Apagó la campana extractora para escucharme mejor. – ¿Cómo te ha ido en el cole?

-          Instituto, mamá, ya no soy una niña. – Carraspeé. – Oye, hay una cosa que te quiero preguntar.

-          Sorpréndeme. – Me dijo mientras cortaba el pimiento.

-          Me preguntó Mónica si podía ir a la fiesta que hace en su casa esta noche… – Cerré los ojos con fuerza preparándome para escuchar sus gritos.

-          ¡Claro! Te vendrá bien despejarte, que últimamente estás en las nubes.

Tardé en hacerme a la idea de que me había dado el visto bueno para ir a algo que ella sabía perfectamente que no me gustaba. Mientras ella seguía cocinando, sin apenas dirigirme la mirada, le di un abrazo y me fui corriendo a la habitación para decidir qué ponerme.

-          ¡Oye! – Me gritó desde la cocina – ¡No olvides poner la mesa!

-          ¡Voy, voy!

Ya en mi habitación, le mandé un mensaje a Mónica con la decisión de mi madre. Inmediatamente, ya empezamos a mandarnos fotos de cómo nos quedaban algunos modelitos para la ocasión. No sé por qué, pero me hacía especial ilusión todo el plan.

Ya era de noche y antes de salir de casa, me paré frente a la puerta.

-          Cariño, ¿va todo bien? – Me dijo mi madre mientras me ponía su mano en el hombro. – ¿Quieres contarme algo?

-          No, estoy bien.

-          ¿Tienes miedo de ir sola?

-          No, ¡para nada! – Me fui sin pensarlo.

-          ¡Te quiero aquí a las 2 de la mañana!

Mientras me dirigía a casa de Mónica, eché la vista atrás, hacia mi casa, dos veces mientras veía cómo mi madre permanecía en la puerta hasta perderme de vista. No sé por qué, pero creo que ambas teníamos el mismo pensamiento.

Era una noche fría, con mucho viento, había un montón de ruidos extraños, pero no les di mayor importancia porque ya empezaba a ver la casa de Mónica. Inconscientemente aceleré el paso para llegar lo antes posible. Hasta yo me estaba dando cuenta de que estaba cagada de miedo.

Llegué al balcón de su casa y toqué el timbre. No abría nadie. Volví a pulsarlo. No recibí respuesta. De pronto, noté una presencia detrás de mí y, justo cuando iba a coger el móvil de mi bolso, me coloca su mano sobre mi hombro.

-          ¡Tía! – Era Mónica. – ¿Qué haces ya aquí? Tenías ganas de fiesta, ¿eh?

-          ¿A qué te refieres? – No entendía nada.

-          Pues que la fiesta empieza a las 23:00h. ¡Son las 21:00h!

-          Ah, pensé que las fiestas empezaban pronto…

-          ¡Ja, ja, ja! Eres de lo que no hay. No te preocupes, anda. – Me dio las bolsas de la compra – así me echas un cable.

Estuvimos más de dos horas preparando todo, con vasos reutilizables, globos, música y mucho alcohol. Me cambió de ropa, me puso una falda que, obviamente, no me gustaba y me dijo: «con esto seguro que no tienes tanto calor», no entendí muy bien esa frase, pero dejé la cosa fluir. La gente empezó a llegar sobre las 23:30. Muchos de ellos no los conocía, por no decir que solo conocía a tres personas.

Me sentía ridícula, nadie podía mantener un tema de conversación fijo y estable, nadie podía articular alguna palabra y los que lo hacían solo hablaban del calentón que tenían. Mis ganas de irme no dejaban de aumentar, pero decidí quedarme hasta el final por Mónica, mi gran amiga que, desde que vinieron sus colegas, no se acercó ni una sola vez hacia mí.

Con el tiempo comenzaban a unirse a la fiesta personas de edad más avanzada, por no decir que nos duplicaban la edad. A Mónica parecía no importarle, así que yo tampoco quise darle más importancia.

Me aburría mucho, no sabía qué hacer: no me gustaba la bebida, me daba vergüenza bailar, no conocía a nadie para mantener una conversación… Decidí sentarme en el sofá y empezar a contar las flores que tenía la falda que me prestó Mónica. Una hora y 277 margaritas después, se sentó un chico a mi lado. Lo conocía de verlo en el instituto, pero jamás me había atrevido a hablar con él.

-          ¿Tú también te aburres? – Me dijo con una mirada serena.

-          Sí, no me va mucho este mundo.

-          Bienvenida. – Me dijo con una sonrisa cómplice. – Yo no me pierdo ninguna, pero porque siempre hay algo que merece la pena dentro de este tumulto de música, alcohol y personas.

-          Ah, ¿sí? – Por fin parecía poder hablar con alguien. – ¿Qué es?

-          Te lo cuento luego, ahora voy al baño.

-          Muy bien.

Me quedé quieta y sola en ese sofá que poco a poco iba acumulando más vasos de plástico. Según el tiempo iba avanzando, más me preocupaba no saber nada del chico, así que subí las escaleras y me dirigí al baño para ver si lo encontraba. Ya se acercaba mi hora de vuelta a casa, así que solo quería saber su nombre. Según avanzaba por el pasillo, menos se escuchaba la música, la habitación de Mónica estaba cerrada (supongo que habría alguien dentro que consiguió apagar su «calentón») y el baño totalmente abierto.

Empecé a mirar por todas las habitaciones, no lo encontraba por ninguna parte. Justo cuando empecé a darme por vencida, su imagen se me borró de la mente cuando escuché que algo se había roto en la habitación de Mónica. ¿Y si alguien había aprovechado para robar? Abrí la puerta de inmediato y lo que vi jamás se me borrará de la mente.

El chico que se había sentado a mi lado en el sofá junto con dos más estaban rodeando a Mónica, la cual no parecía estar siendo muy consciente de lo que estaba pasando. Todos estaban semidesnudos y manoseándola. Justo cuando se dieron cuenta de mi presencia, salí corriendo y ellos detrás de mí. Sé que debería haber ayudado a mi amiga, pero el primer instinto fue el de salir corriendo y llamar a alguien responsable.

Salir de la fiesta era una ardua tarea, pues, de los pocos invitados que quedaban, ninguno me dejaba salir sin haberme tropezado con alguno de ellos. Cuando alcancé la puerta y la abrí, me choqué con un hombre alto, al que no le pude ver la cara. Me agarró (seguramente creía que estaba robando), mientras yo le suplicaba que me dejara salir, que me estaban siguiendo. No me hizo caso y los jóvenes llegaron.

-          Ah, eres tú. – Parece que se conocían. – Es toda tuya.

El hombre me llevó al jardín, seguía sin poder verle la cara, pues, entre la oscuridad y que no paraba de agitarme cada vez que me movía un poco, no era capaz de saber quién era, aunque tampoco creía que él me la hubiera visto. Cuando llegamos al jardín trasero de la casa, el hombre me sentó en el banco y me ató las manos con su cinturón. Estaba nerviosa, apenas me salían las lágrimas, con tanta oscuridad no conseguía ver ninguna vía de escape.

Comenzó a deslizar sus manos por mis piernas para separar la falda que dejaba ver mi ropa interior. Tenía mucho frío, sus manos y la ausencia de las medias hacían que me consumiera por dentro. Me quitó la ropa interior y, sin ser capaz de resistirme, me abrió las piernas y comenzó a violarme sin importarle lo paralizada que estaba.

Cuando terminó, todas las lágrimas que no había echado comenzaron a salir por mis ojos, al mismo tiempo que lo que él me había dejado en mi interior. Se quedó dormido y yo seguía paralizada. No sentía ni frío ni calor, esperanza ni consuelo, solo miedo y un recuerdo que no se me borrará jamás.

Comenzó a amanecer y, aun escuchando los gritos de mi madre desde el interior de la casa, de mi boca no salió ni un susurro. Continuaba congelada, apenas había parpadeado en lo que había quedado de la noche. Empecé a escuchar unos pasos acelerados.

-          ¡Laura! – Era mi madre. – ¡Dios mío! ¿Qué te han hecho? – Al ver que no recibía respuesta, dirigió la mirada al hombre sin rostro. – No puede ser. ¡Román!

-          Qué… ¿Qué está pasando? – Su voz…

-          ¿¡Qué has hecho!? – Mi madre le gritaba llorando. – ¡Es nuestra hija!

Efectivamente, el hombre que me había forzado, utilizado y vejado era mi padre. Llevaba desaparecido durante días porque había descubierto el mundo de las fiestas juveniles, en los que los adolescentes no controlaban la cantidad de alcohol que ingerían. En poco menos de dos horas mi padre ya estaba en el calabozo. Mónica me llamaba todos los días para saber cómo estaba y agradecerme continuamente que la hubiera intentado salvar de mi destino. Y en cuanto a mí, me costó volver a hablar, pero lo que más me costó fue dejar de tener siempre la misma pesadilla cada vez que me iba a dormir. He aprendido a controlar ese temor en mi lucha, en procurar que ninguna mujer, sea de la edad que sea, viva lo mismo que he vivido yo o con un destino todavía peor.

Y aquí estoy ahora mismo, dando esta conferencia ante todos vosotros, para contaros mi historia, para deciros que, desgraciadamente, no paseéis a solas, que gritéis lo que penséis, y que jamás os tapéis con ropa, porque eso es lo que quieren. Vivimos en un mundo que nos obliga a preparar las llaves cinco calles antes, donde miedos como el mío se instalan y forman parte de cada una de nosotras. Si algún día os toca a vosotras, porque las probabilidades dicen que sí, no dejéis que os hagan creer que os fuisteis o que ni siquiera os defendisteis, que jamás os digan que os lo buscasteis. Quiero que os sintáis en mi piel, que no sintáis lo que es vivir la sensación de escuchar unos pasos que no veis. Si supierais el miedo que da que la que salga en la tele llorando es tu madre…

Muy a mi pesar, hoy en día, ponerse una falda es un acto suicida. Luchemos para que estas historias no se repitan, para ser libres de decidir lo que queremos hacer y cuándo lo queremos hacer. Luchemos por ser libres, luchemos. 

EL ADIÓS DE HERA



EL AMOR DE ATENAS

EL DRAGÓN DE HOMERO


El beso de Zeus

           Siempre he querido el afecto de las personas y el que más apreciaba era el de mi padre. Con el tiempo, conforme iba creciendo, mis necesidades cambiaban y, por tanto, el cariño de mi padre ya no era vital. Supongo que siempre lo ansiaba por el cupo que no supo llenar la madre que nunca tuve.
Ya tenía dieciséis años y mi padre tenía la tediosa costumbre de darme un beso todas las noches. Como si eso fuera a ayudarme a dormir mejor. No paraba de intentar traer una compañera de vida, pues creía que mi rebeldía tenía como origen la ausencia de una progenitora. Entendía sus intenciones, pero nunca he necesitado tenerla. Siempre ha estado ocupado buscando mi bienestar. Ha ejercido ambos papeles y en muchas ocasiones, aun estando enfermo, acudía al trabajo.
Este último año comenzó a comportarse de un modo que no me complacía, no hacía otra cosa más que aturdirme.
Normalmente, cuando se levantaba, dejaba preparado el café en la cafetera, pues se levantaba a las seis de la mañana para ir al restaurante. Pero, desde mi cumpleaños, actuaba como si lo hubieran mareado en una ruleta. Parecía estar aturdido y sus comentarios carecían de sentido alguno.
Creo que esta situación de soledad y de aparentar que todo iba perfecto lo agotaba y hallaba, como única solución, el alcohol. Normalmente salía del trabajo a las dos de la mañana, pero desde el estreno de mi edad, volvía a las cinco. Muchas veces empataba su hora de vuelta con su entrada al trabajo.
Me empezaba a preocupar su nueva rutina de vida y no paraba de pensar en si algún día cometería alguna locura. Si él se iba de mi vida, no tendría a nadie con quien compartir mi futuro. Mis estudios iban muy bien, pero comenzaban a resentirse por la preocupación que me generaban sus actos.
En una noche lluviosa, mis sospechas cobraron vida y se manifestaron en una experiencia que jamás olvidaré. A las tres de la mañana, yo ya estaba en durmiendo en mi cama y, de pronto, escuché el ruido de la puerta cerrándose con el mismo nivel de decibelios que un trueno. Mis párpados se abrieron y ese sonido me causó, en un primer lugar, miedo y luego, al escuchar las llaves caer al suelo, me produjo pánico pues supe que era mi padre y que no se encontraba sobrio. Salí al pasillo y lo vi desafiando la gravedad, sosteniéndose sobre la punta de sus zapatos. Al verlo, fui a que se apoyara en mí. Quería llevarlo a su habitación, pero su mirada era distinta, ya no parecía ser mi padre y, como si fuera un perro, me pegó una patada en la cadera, desplomándome en el suelo. Por suerte no me hice daño en la cabeza con el mueble del recibidor. Me quedé congelada mientras veía cómo se iba a su habitación.
De camino a mi habitación, intentaba asimilar lo que había sucedido y busqué la manera de dormirme, pero no pegué ojo. No paraba de pensar en cómo hacer para ignorar lo sucedido. Siempre me había tratado como una princesa y ahora me sentía igual que la Cenicienta. Tenía la esperanza de que todo esto hubiera quedado en el olvido a la mañana siguiente.
Al despertar del sol, me encontraba agotada, pues no había dormido en toda la noche pensando en lo que me había hecho. Me dirigí a la cocina cautelosa, con temor a encontrármelo. Poco después de haber terminado el desayuno, entró en la habitación y mi sangre se congeló. Mi corazón parecía no latir.
Su actitud seguía siendo la de siempre. Me había dado los buenos días y me dijo que le dolía la cabeza, supongo que sería la resaca. Una vez duchado, se fue al trabajo y yo me quedé haciendo los deberes.
Algo dentro de mí me decía que no podía estar tranquila, pero yo no quería ver sus malas acciones.  Estuve durante toda la tarde entretenida y, una vez eché el ojo al reloj, vi que ya eran las tres de la mañana y mi padre todavía no había llegado. No quise darle importancia y me fui a mi habitación.
De nuevo, el mismo patrón se repetía, escuché la puerta y sus llaves cayeron al suelo. Para mi sorpresa, vi cómo se acercaba a mi habitación. Con el miedo que sentía, decidí actuar como una cobarde y me escondí debajo de la cama, con la esperanza de no ser vista por él.
No hacía nada más que escuchar sus pasos acercándose a mí. Intenté contener mi respiración para evitar que se percatara de mi presencia y, en un principio, parecía haberlo logrado. Justo cuando estaba dispuesto a cerrar la puerta de mi habitación, estornudé pese haber intentado aguantar mis ganas. Se paró frente la puerta y giró bruscamente. Ahora ya no podía hacer otra cosa que irme corriendo, pero, de nuevo, me había quedado paralizada. De pronto, sentí como sus manos me agarraban por los pies y me arrastraban al exterior de mi nuevo refugio. Me sentía mareada y confusa, mi padre no parecía estar borracho, pero sí enfadado. No paraba de regañarme porque había pensado que estaba planeando una fuga.
Una vez ya más calmado, me contó que había llegado tarde porque una panda de borrachos se quedó en el bar más tiempo de lo acordado. Por suerte, ignoró el hecho de haberme encontrado debajo de mi cama. Y, una vez más, me dio su típico beso de buenas noches. Creo que fue la primera noche de muchas en la que me había complacido ese beso. En ese momento decidí que podía olvidar la noche pasada y empezar de cero.
Durante un par de semanas después, mi padre volvía a llegar a casa todas las noches bebido, pero yo ya había aprendido a no entrometerme en ese tipo de situaciones. Fue en una de esas noches cuando mi infierno había comenzado. Después del repetitivo patrón, mi padre volvió a dirigirse a mi habitación y, creyendo que estaría sobrio, no me alerté, pero me equivocaba. Mi padre, a través de un recorrido lleno de movimientos en zigzag, llegó a mí y empezó a acariciar mi pelo y apartarlo de mi cara para darme un beso en la mejilla. Pero no fue solo un beso. Cada beso que me daba, se acercaba a mi boca y según avanzaba a ella, me iba agarrando las manos porque él bien sabía que estaba despierta. Comencé a moverme bruscamente y a patalear para que entrara en razón, pero nada era efectivo. Consiguió agarrar mis muñecas con una sola mano, pues las tenía gigantes y, con la otra, empezó a llevarla al interior de mi camiseta para así, tocar mis pechos.
No podía parar de llorar y de gritar, le suplicaba, por todos los medios, que parara, pero no me hacía caso. Me arrancó la parte superior del pijama, partiéndola en dos, para dejar a la vista lo que guardaba esa camiseta. Con todos los impedimentos que le intenté ofrecer, consiguió bajarme los pantalones y mi ropa interior. En el momento que llevó la mano a su pantalón, decidí darle una patada en su estómago. Conseguí liberarme e intenté correr hacia la puerta del vestíbulo, pero estaba cerrada. Al ver que ya se dirigía hacia mí, fui hacia la cocina, porque la ventana contactaba con el patio de vecinos. Conseguí abrirla y gritar durante un par de segundos, pero él consiguió cerrarla de un golpe y me empujó contra el mostrador de la habitación. Colocó mis manos revoltosas contra mi espalda y se bajó los pantalones. A partir de ahí, lo único que recuerdo era dolor y una rotura de recuerdos, transformados en esa noche, sintiéndome sucia.
A la mañana siguiente, me desperté en el suelo de la cocina, desnuda y salpicada por un líquido pegajoso. Recuerdo también que la zona pélvica me dolía. Me dirigí al baño y al verme reflejada en el espejo, me di cuenta de que todo mi cuerpo estaba cubierto de heridas y moratones, sobre todo en mi espalda. Mis nalgas tomaban un color rojizo y mi espalda parecía tener múltiples arañazos.
Mi mente estaba en blanco; decidí dirigirme a la ducha e intentar despejar mi cabeza. Enjabonarme era una tarea complicada porque mi cuerpo estaba sensible, coincidiendo en la zona de las heridas que me había producido.
No podía parar de reflexionar en cómo muchas niñas tenían la necesidad de abrazar a sus padres y otras, por el contrario, lloraban por no tenerlo. Yo no deseaba otra cosa más que su muerte. Quería hacerle pagar por robar mi inocencia y regalarme estos moratones.
Al salir del baño, me lo encontré en la cocina; ninguna de nuestras miradas se cruzaron, ambos fingimos estar solos en la habitación. Supongo que la noche anterior también le había pasado factura. Conseguí ver que había sustituido la leche del café por whisky. Parecía que quería olvidar algo que había hecho.
Me pasé toda la tarde mirando a la pared del salón mientras buscaba un rayo de luz en este lago de heridas. Escuché unos pasos acercándose a la puerta, parecía que el patrón iba a repetirse, por lo que me fui a mi habitación, deseando que no volviera.
Cada paso que daba, sonaba más cerca de mí. Llegó a mi cuarto y comenzó a desvestirme, empezando por mi pantalón. Decidí no presentar ningún tipo de resistencia, pues, al final, sería más dañino para mí. Se subió a mi cama desnudo y comenzó a penetrar mis sueños con su cuchillo de mentiras. Mi cuerpo se quedó inerte mientras mi padre ejercía sus movimientos. Apenas sentía nada y, en lugar de gritar o pedir ayuda, rezaba para que acabara de una vez el tormento de estar viviendo. No consiguió terminar lo que había empezado y se quedó dormido sobre mí; como si fuera una muñeca. Otra noche que no conseguí pegar ojo y menos con la mezcla de olores que desprendía mi padre. Alcohol y sudor. Supongo que así huele un prostíbulo, pues mi habitación parecía serlo.
Durante un mes se estuvo repitiendo el mismo suceso. Mi cuerpo ya no aguantaba más, no paraba de vomitar cada mañana y de llorar por cada rincón. Ya no me dejaba salir de casa, pues cada vez que nos encontrábamos por las noches en mi cuarto, él ya no estaba ebrio. Supongo que con el tiempo se acostumbró a verme como lugar donde relajarse y liberar tensiones. Era su muñeca hinchable: inerte y dispuesta a recibir sus agresiones cuando él quisiera. Lo que me diferenciaba de ese dichoso invento para degenerados era mi calor corporal, pues era lo único que no le podía aportar dicha muñeca. Sólo se me ocurría una solución para ser feliz.
A la noche siguiente, decidí que sería la última. Lo esperé desnuda y acostada en mi cama. Como siempre, se cerraba la puerta y le caían las llaves al suelo. Llegó a mi habitación y no parecía mostrar ningún rastro de alcohol. Al verme dispuesta a recibir sus deseos, comenzó a desnudarse efusivamente. Con todo su cuerpo preparado, se tumbó sobre mí y comenzó a realizar su ritual. Mientras lo hacía comenzaba a besarme por el cuello, creyendo que eso iba a amenizar el castigo que estaba viviendo. Algo parecía estar motivándolo para moverse con más energía y comenzó a moverse más rápido. Yo, dispuesta a terminar con esta situación, cogí el cuchillo que tenía guardado bajo mi almohada y se lo clavé en su cuello. Asustado, comenzó a desprender sangre de su cuello, como si de un aspersor se tratara, comenzó a teñir toda mi habitación de rojo. Se desplomó sobre mí y, a pesar de lo que había provocado, me sentí en paz.
Arranqué el cuchillo de su cuello y, sin pensarlo, comencé a cortar las venas de mi muñeca izquierda. Nada me había hecho tan feliz últimamente que sentir la sangre saliendo de mi brazo.
No podía echarle en cara nada a mi madre, pues yo había hecho lo mismo que ella, decidí pensar en mí y renunciar a lo que mi padre me había regalado. Con el último suspiro de mi alma decidí soltar la única lágrima de felicidad.
Sólo esperaba que allá donde fuera, pudiera encontrar los padres que nunca tuve y poder, finalmente, abrazarlos.
Sólo quería ser feliz.

El vaticinio del Oráculo

“Querido papá, quería agradecerte por cuidar tan bien de mí, aunque ni siquiera he nacido todavía. Sé que te esfuerzas más que Superman en no dejar que mamá coma sushi. Pero necesito pedirte un favor. Advertencia: se trata de chicos.

Yo naceré como una chica, lo que significa que para cuando cumpla catorce años, los chicos en mi clase me habrán llamado puta, perra, zorra y muchas otras cosas. Es sólo una broma, por supuesto. Cosas que hacen los chicos. Así que a ti no te preocupa y, entiendo eso. Quizá hiciste lo mismo cuando eras joven, para impresionar a los otros chicos y estoy segura de que no lo hiciste con mala intención. Aun así, algunas personas no entenderán la broma. Y, será gracioso, no lo digo por las chicas, sino por alguno de los chicos.

Para cuando cumpla dieciséis, alguno de los chicos habrá metido las manos en mi pantalón cuando esté tan borracha como para que no le pueda parar. Aunque diga que no, sólo se reirán. Es gracioso ¿no? Si me vieras, papá, estarías tan avergonzado, porque estoy ebria.

No es sorpresa que seré violada cuando tenga veintiuno, camino a casa en un taxi conducido por el hijo del tipo con quien ibas a nadar todos los miércoles. El tipo que siempre decía bromas groseras. Pero por supuesto, solo eran bromas, así que te reías. Si hubieras sabido que su hijo me violaría, le habrías dicho que se controlara, pero ¿cómo ibas a saberlo? Solo era un niño haciendo bromas, y en todo caso, no era tu problema, solo estabas siendo agradable. Pero su hijo, que creció con estas bromas, se convierte en mi problema.

Finalmente conozco al tipo perfecto. Y estás feliz por mí, papá, porque me ama. Es inteligente, tiene un gran trabajo, y va a esquiar tres veces a la semana, como tú. Pero un día deja de ser el tipo perfecto, y no sé por qué. Espera ¿estoy exagerando? Sé que no soy el tipo de mujer que se cree una víctima, pero me criaron para ser una mujer fuerte e independiente. Aun así, una noche él se siente abrumado con el trabajo, la familia y la boda que se acerca, por lo que decide llamarme puta. Tal como tú una vez le dijiste a una chica en el instituto. Luego, otro día, me pega. Yo me sobrepasé, a veces puedo ser realmente odiosa. Todavía somos la mejor pareja del mundo y estoy tan confundida, porque lo amo y lo odio y no estoy segura de si hice algo malo. Un día, casi me mata y todo se vuelve negro.

A pesar de haber sido bien criada, tener un doctorado, un trabajo fantástico, buenos amigos y familia, nadie pensó que esto sucedería.

Querido papá, este es el favor que te quiero pedir. Una cosa siempre lleva a la otra, así que detenlo antes de que tenga la oportunidad de comenzar. No dejes que mi hermano llame puta a las chicas, porque no lo son. Y un día un niño pequeño puede que piense que es verdad. No aceptes bromas groseras de tipos raros en la piscina, o incluso de amigos, porque detrás de cada broma hay cierta cantidad de verdad.

Querido papá, sé que me protegerás de leones, tigres, armas, coches e, incluso, sushi sin ni siquiera pensar en el daño que te hagan a ti.


Querido papá, naceré como una niña, por favor, haz todo lo que puedas para que eso no sea el mayor peligro de todos.”

El castigo de Némesis

Pese al calor del ambiente decidí acercarme a ella e intentar mantenerla despierta. Intenté entablar conversación con esa joven más de una vez, pero mis intentos eran casi nulos hasta que uno de esos intentos floreció:
-          ¿Puedes oírme?
-          Sí, me cuesta… - Hablando entrecortadamente no la dejé seguir para que no pensara en lo que le pasó.
-          Tranquila, ¿cómo te llamas? – Le dije mientras contemplaba el entorno para ver lo que podía hacer para amenizar su ambiente.
-          Me llamo Susana, no me puedo mover muy bien.
-          ¿Qué te ha pasado? ¿Recuerdas algo?
-          Sí, lo recuerdo todo. Parece que ahora puedo hablar con mayor soltura. Llevaba semanas preparándome para una fiesta, mejor dicho, para “la fiesta”. Es el evento que todo estudiante del último año de la carrera ansía por asistir. Yo no quería ir por lo que me decían los demás, si no que quería ir por Izan, el chico más guapo que jamás me había imaginado conocer. Pensaba ir con un vestido de flores, pero cuando mis amigas me dijeron que iba a hacer mal tiempo, decidí ponerme unos vaqueros con una blusa azul, en fin, me lío. Desde que me enteré de mi invitación a la fiesta, llevaba nerviosa toda la semana y obviamente lo pagaba con mis padres. – Empezó a toser incesantemente y justo cuando le iba a sacar otro tema de conversación, ella continuó con su intervención. - Ayer mi hermano se iba de viaje a Londres con su instituto y no le pude despedir en el aeropuerto porque había quedado con mis amigos. Y hoy antes de salir de casa, tuve una bronca con mi madre porque no me dejaba llevar maquillaje, algo que a mi edad lo veo totalmente normal, pero en realidad ese no era el motivo. La verdad era que mis amigas habían decidido entre ellas que a la que no le tocaba beber para conducir, era yo, con lo que me encantaba la cerveza… En definitiva, me despedí de ella, maquillada y con un portazo del coche y no sin antes decirle un “te odio”. Llegué a la fiesta con mis amigas y nos lo pasamos genial: bailamos, me enrollé con Izan e incluso hizo lo que no tenía que haber hecho, bebí, bebí mucho e incluso tomé pastillas amarillas. Cuando nos fuimos de la fiesta, llevé el coche como pude, pero mi cuerpo no pudo aguantar  tanta mierda en el cuerpo y… bueno, ya no recuerdo más.
-          Bueno, ahora vienen para sacarte de aquí. – Empezó a temblar y se le comenzaban a secar los labios.
-          ¿Sabes de lo que más me arrepiento? Nunca pude ver lo que hacían mis padres por mí y no supe hacer nada mejor que agradecerles todo lo que me habían dado con su coche hecho añicos. Jamás me perdonaré darle a mi madre la última imagen de su hija diciéndole un “te odio”. Nunca le he dicho que, por muy mayor que fuera, siempre me ha encantado recibir los besos de buenas noches que me da cada día, su desayuno que me tiene preparado a pesar de decirle que no quería y, sobre todo, por ser mi mejor amiga. – Su temblor aumentaba.
-          ¿Tienes frío? Están a punto de venir, aguanta.
-          Me gustaría que les dijeras algo.
-          No es necesario, se lo dirás tú.
-          Escúchame, dile a mi padre que no deje a mamá llorar por mí, porque sé que se estará culpando por dejarme ir en el coche. A mi madre, decirle que ella no tiene la culpa de que su hija sea una inconsciente que no sabe valorar a los suyos. A mi hermano, decirle que me hubiera gustado despedirme de él y que cuando papá no esté en sus mejores días, sea él el hombre de la casa.
-          De verdad, no creo que sea necesario…
-          Y a los padres de mis amigas, pedirles perdón. Perdón por no haber cumplido con mi palabra de no beber y por haber tomado estupefacientes. Perdón a todos y a ti, darte las gracias por escucharme y por favor, te pido que les comuniques a mi familia lo que te he dicho, quiero que seas el Hermes de mi mensaje. -Cerró los ojos y dejó de temblar.
Llegó la ambulancia y la guardia civil, confirmando la muerte de todos los pasajeros del vehículo que había dado varias vueltas de campana a 190 kilómetros por hora en la autovía. Por suerte no hubo víctimas ajenas al vehículo.
Cumplí la promesa que le hice a la joven y, en su funeral, la familia escuchó las palabras textuales que me había dicho su hija.

Y así, sin quererlo, un simple ciclista como yo, presenció una de las escenas más duras que recordaré para siempre.