Hace ya algún tiempo que no hablamos,
que no compartimos nuestro dolor.
¿Cómo has estado?
Últimamente, solo te veo
para contarte historias,
pero no para abrirte mi corazón.
Espero que sigas igual de abierto,
aunque no entiendas mi sufrimiento.
¿Sabes cuánto te anhelo?
¿Cuándo nos vemos?
¿Qué pasará si me detengo en el camino?
¿Mi sueño se irá?
¿Se desvancerá en un descuido?
¿Y si un año es suficiente
para que se vaya de mi mente?
¿Y si me consumo
por oír el murmullo?
Se acumula dentro de mí,
como el eco de un grito
que rompe hasta el marfil.
Si el tiempo se para,
¿existiría la nostalgia?
Si me duermo en tu pecho,
¿podré tragarme este lamento?
Con tus latidos,
consigo quedarme dormido,
pero,
cuando despierto,
el lamento sigue doliendo.
¿Cómo detengo el tiempo?
No soporto esta nostalgia.
¿Por qué la tristeza es tan adictiva?
Supongo que no habrá respuesta para eso, no para mí.
La vida, como la Luna, tiene sus fases y, aunque a veces no se vea, está pasando por una.
Mis sentimientos, como la vida, vienen y se van. Esta vez parece que han estado descansando para volver con más fuerza.
Hoy me apetece no sentir.
Mientras encuentro la manera de conseguirlo, seguiré preguntándome lo mismo: ¿por qué la tristeza es tan adictiva?