El beso de Zeus
Siempre he
querido el afecto de las personas y el que más apreciaba era el de mi padre.
Con el tiempo, conforme iba creciendo, mis necesidades cambiaban y, por tanto,
el cariño de mi padre ya no era vital. Supongo que siempre lo ansiaba por el
cupo que no supo llenar la madre que nunca tuve.
Ya tenía
dieciséis años y mi padre tenía la tediosa costumbre de darme un beso todas las
noches. Como si eso fuera a ayudarme a dormir mejor. No paraba de intentar
traer una compañera de vida, pues creía que mi rebeldía tenía como origen la
ausencia de una progenitora. Entendía sus intenciones, pero nunca he necesitado
tenerla. Siempre ha estado ocupado buscando mi bienestar. Ha ejercido ambos
papeles y en muchas ocasiones, aun estando enfermo, acudía al trabajo.
Este último
año comenzó a comportarse de un modo que no me complacía, no hacía otra cosa
más que aturdirme.
Normalmente,
cuando se levantaba, dejaba preparado el café en la cafetera, pues se levantaba
a las seis de la mañana para ir al restaurante. Pero, desde mi cumpleaños,
actuaba como si lo hubieran mareado en una ruleta. Parecía estar aturdido y sus
comentarios carecían de sentido alguno.
Creo que esta
situación de soledad y de aparentar que todo iba perfecto lo agotaba y hallaba,
como única solución, el alcohol. Normalmente salía del trabajo a las dos de la
mañana, pero desde el estreno de mi edad, volvía a las cinco. Muchas veces
empataba su hora de vuelta con su entrada al trabajo.
Me empezaba a
preocupar su nueva rutina de vida y no paraba de pensar en si algún día
cometería alguna locura. Si él se iba de mi vida, no tendría a nadie con quien
compartir mi futuro. Mis estudios iban muy bien, pero comenzaban a resentirse
por la preocupación que me generaban sus actos.
En una noche lluviosa,
mis sospechas cobraron vida y se manifestaron en una experiencia que jamás
olvidaré. A las tres de la mañana, yo ya estaba en durmiendo en mi cama y, de
pronto, escuché el ruido de la puerta cerrándose con el mismo nivel de
decibelios que un trueno. Mis párpados se abrieron y ese sonido me causó, en un
primer lugar, miedo y luego, al escuchar las llaves caer al suelo, me produjo
pánico pues supe que era mi padre y que no se encontraba sobrio. Salí al
pasillo y lo vi desafiando la gravedad, sosteniéndose sobre la punta de sus
zapatos. Al verlo, fui a que se apoyara en mí. Quería llevarlo a su habitación,
pero su mirada era distinta, ya no parecía ser mi padre y, como si fuera un
perro, me pegó una patada en la cadera, desplomándome en el suelo. Por suerte
no me hice daño en la cabeza con el mueble del recibidor. Me quedé congelada
mientras veía cómo se iba a su habitación.
De camino a mi
habitación, intentaba asimilar lo que había sucedido y busqué la manera de
dormirme, pero no pegué ojo. No paraba de pensar en cómo hacer para ignorar lo
sucedido. Siempre me había tratado como una princesa y ahora me sentía igual
que la Cenicienta. Tenía la esperanza de que todo esto hubiera quedado en el
olvido a la mañana siguiente.
Al despertar
del sol, me encontraba agotada, pues no había dormido en toda la noche pensando
en lo que me había hecho. Me dirigí a la cocina cautelosa, con temor a
encontrármelo. Poco después de haber terminado el desayuno, entró en la
habitación y mi sangre se congeló. Mi corazón parecía no latir.
Su actitud
seguía siendo la de siempre. Me había dado los buenos días y me dijo que le
dolía la cabeza, supongo que sería la resaca. Una vez duchado, se fue al
trabajo y yo me quedé haciendo los deberes.
Algo dentro de
mí me decía que no podía estar tranquila, pero yo no quería ver sus malas
acciones. Estuve durante toda la tarde
entretenida y, una vez eché el ojo al reloj, vi que ya eran las tres de la
mañana y mi padre todavía no había llegado. No quise darle importancia y me fui
a mi habitación.
De nuevo, el
mismo patrón se repetía, escuché la puerta y sus llaves cayeron al suelo. Para
mi sorpresa, vi cómo se acercaba a mi habitación. Con el miedo que sentía,
decidí actuar como una cobarde y me escondí debajo de la cama, con la esperanza
de no ser vista por él.
No hacía nada
más que escuchar sus pasos acercándose a mí. Intenté contener mi respiración
para evitar que se percatara de mi presencia y, en un principio, parecía
haberlo logrado. Justo cuando estaba dispuesto a cerrar la puerta de mi
habitación, estornudé pese haber intentado aguantar mis ganas. Se paró frente
la puerta y giró bruscamente. Ahora ya no podía hacer otra cosa que irme
corriendo, pero, de nuevo, me había quedado paralizada. De pronto, sentí como
sus manos me agarraban por los pies y me arrastraban al exterior de mi nuevo
refugio. Me sentía mareada y confusa, mi padre no parecía estar borracho, pero
sí enfadado. No paraba de regañarme porque había pensado que estaba planeando
una fuga.
Una vez ya más
calmado, me contó que había llegado tarde porque una panda de borrachos se
quedó en el bar más tiempo de lo acordado. Por suerte, ignoró el hecho de
haberme encontrado debajo de mi cama. Y, una vez más, me dio su típico beso de
buenas noches. Creo que fue la primera noche de muchas en la que me había
complacido ese beso. En ese momento decidí que podía olvidar la noche pasada y
empezar de cero.
Durante un par
de semanas después, mi padre volvía a llegar a casa todas las noches bebido,
pero yo ya había aprendido a no entrometerme en ese tipo de situaciones. Fue en una de esas noches cuando mi infierno había comenzado. Después del
repetitivo patrón, mi padre volvió a dirigirse a mi habitación y, creyendo que
estaría sobrio, no me alerté, pero me equivocaba. Mi padre, a través de un
recorrido lleno de movimientos en zigzag,
llegó a mí y empezó a acariciar mi pelo y apartarlo de mi cara para darme un
beso en la mejilla. Pero no fue solo un beso. Cada beso que me daba, se
acercaba a mi boca y según avanzaba a ella, me iba agarrando las manos porque
él bien sabía que estaba despierta. Comencé a moverme bruscamente y a patalear
para que entrara en razón, pero nada era efectivo. Consiguió agarrar mis muñecas
con una sola mano, pues las tenía gigantes y, con la otra, empezó a llevarla al
interior de mi camiseta para así, tocar mis pechos.
No podía parar
de llorar y de gritar, le suplicaba, por todos los medios, que parara, pero no
me hacía caso. Me arrancó la parte superior del pijama, partiéndola en dos,
para dejar a la vista lo que guardaba esa camiseta. Con todos los impedimentos
que le intenté ofrecer, consiguió bajarme los pantalones y mi ropa interior. En
el momento que llevó la mano a su pantalón, decidí darle una patada en su
estómago. Conseguí liberarme e intenté correr hacia la puerta del vestíbulo,
pero estaba cerrada. Al ver que ya se dirigía hacia mí, fui hacia la cocina,
porque la ventana contactaba con el patio de vecinos. Conseguí abrirla y gritar
durante un par de segundos, pero él consiguió cerrarla de un golpe y me empujó
contra el mostrador de la habitación. Colocó mis manos revoltosas contra mi
espalda y se bajó los pantalones. A partir de ahí, lo único que recuerdo era
dolor y una rotura de recuerdos, transformados en esa noche, sintiéndome sucia.
A la mañana
siguiente, me desperté en el suelo de la cocina, desnuda y salpicada por un
líquido pegajoso. Recuerdo también que la zona pélvica me dolía. Me dirigí al
baño y al verme reflejada en el espejo, me di cuenta de que todo mi cuerpo
estaba cubierto de heridas y moratones, sobre todo en mi espalda. Mis nalgas
tomaban un color rojizo y mi espalda parecía tener múltiples arañazos.
Mi mente
estaba en blanco; decidí dirigirme a la ducha e intentar despejar mi cabeza.
Enjabonarme era una tarea complicada porque mi cuerpo estaba sensible,
coincidiendo en la zona de las heridas que me había producido.
No podía parar
de reflexionar en cómo muchas niñas tenían la necesidad de abrazar a sus padres
y otras, por el contrario, lloraban por no tenerlo. Yo no deseaba otra cosa más
que su muerte. Quería hacerle pagar por robar mi inocencia y regalarme estos
moratones.
Al salir del
baño, me lo encontré en la cocina; ninguna de nuestras miradas se cruzaron,
ambos fingimos estar solos en la habitación. Supongo que la noche anterior
también le había pasado factura. Conseguí ver que había sustituido la leche del
café por whisky. Parecía que quería olvidar algo que había hecho.
Me pasé toda
la tarde mirando a la pared del salón mientras buscaba un rayo de luz en este
lago de heridas. Escuché unos pasos acercándose a la puerta, parecía que el
patrón iba a repetirse, por lo que me fui a mi habitación, deseando que no
volviera.
Cada paso que
daba, sonaba más cerca de mí. Llegó a mi cuarto y comenzó a desvestirme,
empezando por mi pantalón. Decidí no presentar ningún tipo de resistencia,
pues, al final, sería más dañino para mí. Se subió a mi cama desnudo y comenzó
a penetrar mis sueños con su cuchillo de mentiras. Mi cuerpo se quedó inerte
mientras mi padre ejercía sus movimientos. Apenas sentía nada y, en lugar de
gritar o pedir ayuda, rezaba para que acabara de una vez el tormento de estar
viviendo. No consiguió terminar lo que había empezado y se quedó dormido sobre
mí; como si fuera una muñeca. Otra noche que no conseguí pegar ojo y menos con
la mezcla de olores que desprendía mi padre. Alcohol y sudor. Supongo que así
huele un prostíbulo, pues mi habitación parecía serlo.
Durante un mes
se estuvo repitiendo el mismo suceso. Mi cuerpo ya no aguantaba más, no paraba
de vomitar cada mañana y de llorar por cada rincón. Ya no me dejaba salir de
casa, pues cada vez que nos encontrábamos por las noches en mi cuarto, él ya no
estaba ebrio. Supongo que con el tiempo se acostumbró a verme como lugar donde
relajarse y liberar tensiones. Era su muñeca hinchable: inerte y dispuesta a recibir
sus agresiones cuando él quisiera. Lo que me diferenciaba de ese dichoso
invento para degenerados era mi calor corporal, pues era lo único que no le
podía aportar dicha muñeca. Sólo se me ocurría una solución para ser feliz.
A la noche
siguiente, decidí que sería la última. Lo esperé desnuda y acostada en mi cama.
Como siempre, se cerraba la puerta y le caían las llaves al suelo. Llegó a mi
habitación y no parecía mostrar ningún rastro de alcohol. Al verme dispuesta a
recibir sus deseos, comenzó a desnudarse efusivamente. Con todo su cuerpo
preparado, se tumbó sobre mí y comenzó a realizar su ritual. Mientras lo hacía
comenzaba a besarme por el cuello, creyendo que eso iba a amenizar el castigo
que estaba viviendo. Algo parecía estar motivándolo para moverse con más
energía y comenzó a moverse más rápido. Yo, dispuesta a terminar con esta
situación, cogí el cuchillo que tenía guardado bajo mi almohada y se lo clavé
en su cuello. Asustado, comenzó a desprender sangre de su cuello, como si de un
aspersor se tratara, comenzó a teñir toda mi habitación de rojo. Se desplomó sobre
mí y, a pesar de lo que había provocado, me sentí en paz.
Arranqué el
cuchillo de su cuello y, sin pensarlo, comencé a cortar las venas de mi muñeca
izquierda. Nada me había hecho tan feliz últimamente que sentir la sangre
saliendo de mi brazo.
No podía
echarle en cara nada a mi madre, pues yo había hecho lo mismo que ella, decidí
pensar en mí y renunciar a lo que mi padre me había regalado. Con el último
suspiro de mi alma decidí soltar la única lágrima de felicidad.
Sólo esperaba
que allá donde fuera, pudiera encontrar los padres que nunca tuve y poder, finalmente,
abrazarlos.
Sólo
quería ser feliz.
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