LA INCOMPRENSIÓN DE ARACNE

julio 05, 2024 Orfeo 0 Opiniones

 

Las luces fluorescentes del aula parpadeaban con un zumbido irritante, una banda sonora adecuada para la constante sensación de ansiedad que me acompañaba. Había terminado la secundaria hacía dos años y, desde entonces, me encontraba en una espiral de desesperación y confusión. Todo lo que había aprendido en el colegio no me servía de nada en el mundo real. Los ideales y valores que había absorbido como una esponja parecían absurdos y anticuados en una sociedad que valoraba la conformidad por encima de la autenticidad.

Los días se sucedían unos a otros, monótonos y sin propósito. Trabajaba en una pequeña cafetería del centro, sirviendo café y sonrisas falsas a clientes que no notaban ni les importaba mi presencia. Mis compañeros de trabajo hablaban de sus planes de futuro, de sus estudios universitarios, de sus ambiciones. Yo, en cambio, sentía que estaba atrapada en un ciclo interminable de insatisfacción.

Mis manos temblaban constantemente. A veces era el miedo a no ser suficiente, otras veces era el temor de que alguien notara que no encajaba. No podía compartir mis pensamientos con nadie. No podían entender que no quería formar parte de una sociedad que me exigía ser igual a los demás. ¿Por qué debo renunciar a ser lo que otros no quieren ver?

Esa tarde, después de salir del trabajo, decidí caminar sin rumbo fijo por las calles de la ciudad. El aire fresco de la tarde me golpeaba el rostro, dándome una sensación de alivio temporal. Pero en el fondo, el nudo en mi estómago no desaparecía. No podía ocultar lo que a mi mente se venía.

Llegué a un parque y me senté en un banco. Observé a la gente que pasaba: niños jugando, parejas paseando de la mano, ancianos disfrutando del sol. Todos parecían tan seguros de su lugar en el mundo. Sentí una punzada de envidia y una oleada de resentimiento. ¿Por qué yo no podía ser así? ¿Por qué no podía simplemente conformarme?

Mis pensamientos se volvían cada vez más oscuros. Recordé las palabras de mi profesora de filosofía en el último año de secundaria: «La autenticidad es ser fiel a uno mismo». ¿Pero qué significaba ser fiel a uno mismo cuando uno no sabía quién es en realidad?

La ansiedad me consumía. Cada respiración era un esfuerzo, cada latido de mi corazón un recordatorio de mi fracaso. Me levanté del banco y comencé a caminar de nuevo, más rápido esta vez, tratando de escapar de mis propios pensamientos.

Mientras caminaba sin rumbo, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos sin previo aviso. La desesperación me abrumaba y cada paso se sentía más pesado que el anterior. La imagen de mi madre apareció en mi mente, la manera en que su rostro reflejaba cansancio y preocupación cada vez que me veía. Había sacrificado tanto por mí, trabajando largas horas para darme una educación, para asegurarme un futuro que ahora parecía fuera de mi alcance, para asegurarse que fuera igual a los demás.

Recordé una noche en particular, unos meses después de graduarme, cuando había llegado a casa tarde del trabajo. La encontré sentada en la cocina, con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Me acerqué para consolarla, pero no pude decir nada que aliviara su dolor. Esa noche, me quedé despierta a su lado, sintiéndome impotente y culpable. Sentí que había fallado no solo a mí misma, sino también a ella. ¿Por qué no supe ayudar a quien siempre estuvo para mí?

La ciudad se volvía cada vez más opresiva. Las luces de los edificios, los ruidos del tráfico, las conversaciones ininteligibles de los transeúntes, todo se mezclaba en un caos ensordecedor. Sentí que iba a explotar. Necesitaba un escape, cualquier cosa que me permitiera sentirme viva.

Me encontré frente a un edificio abandonado en las afueras de la ciudad. Las ventanas estaban rotas y la puerta principal colgaba de una bisagra oxidada. Sin pensarlo dos veces, entré. El interior estaba oscuro y polvoriento, pero al menos era un lugar donde podía estar sola, lejos de las miradas y expectativas de los demás. Alejada de lo normal. Mis pasos resonaban en el vacío mientras avanzaba por el vestíbulo desolado. A mi derecha, una escalera de mármol destrozada ascendía hacia pisos superiores que probablemente estaban en ruinas. Decidí explorar más, impulsada por una curiosidad casi morbosa.

La oscuridad del edificio se sentía como un manto reconfortante, envolviéndome y aislándome del mundo exterior. Cada rincón del lugar parecía contar una historia de olvido y abandono. Las paredes estaban cubiertas de grafitis, mensajes desesperados de aquellos que habían pasado antes que yo. Algunos de los escritos eran crudos y directos, otros eran enigmáticos, casi poéticos.

Seguí caminando hasta llegar a una gran sala que alguna vez debió ser una especie de salón de baile o auditorio. La luz tenue del atardecer se filtraba a través de las ventanas rotas, creando patrones de sombras danzantes en el suelo polvoriento. Me senté en lo que quedaba de una tarima, sintiendo una extraña mezcla de calma y desolación.

Saqué de mi bolsillo un viejo cuaderno que solía llevar a todas partes. Era un hábito que había adquirido en la secundaria, un intento de plasmar mis pensamientos y emociones en palabras. Pero al abrirlo, me di cuenta de que no había escrito nada en meses. Las páginas en blanco parecían burlarse de mi incapacidad para encontrar sentido o propósito. Es entonces cuando comprendí que había renunciado a una parte de mí, intentando ser igual a los demás. Quise cerrarlo, con la intención de olvidarlo, pero al levantar la vista, pude ver en una esquina de la sala, casi oculto por la oscuridad, un viejo piano de cola. Me acerqué, con el corazón latiendo un poco más rápido por la emoción. Estaba cubierto de polvo, y algunas teclas estaban rotas, pero parecía lo suficientemente robusto para tocar. Me senté en el desvencijado banco y dejé que mis dedos rozaran las teclas. Al principio, solo fue un murmullo desafinado, pero luego, poco a poco, una melodía comenzó a formarse. No era perfecta, pero era mía. Cada nota, cada acorde, parecía liberar una parte de la angustia que llevaba dentro.

Perdí la noción del tiempo. La música me envolvía, me transportaba a un lugar donde no existían las expectativas ni los fracasos. Solo el sonido y yo. Fue en ese momento, en medio de aquel edificio en ruinas, que entendí algo importante. No necesitaba tener todas las respuestas, no necesitaba encajar. Solo necesitaba encontrar momentos, espacios donde pudiera ser yo misma, sin máscaras ni presiones, entender que el arte corría por mis venas, recordándome la importancia de ser yo misma.

La autenticidad no era un destino, sino un proceso. Un camino que se construía nota a nota, paso a paso. Y aunque todavía no sabía quién era en realidad, al menos ahora sabía cómo empezar a buscarlo. Salí del edificio con una sensación de ligereza, como si me hubieran quitado un peso de encima. La ciudad ya no se veía tan opresiva. El bullicio de las calles, las luces, todo parecía menos amenazante. Había encontrado el significado de  lo que decía mi profesora: «la autenticidad es ser fiel a uno mismo», también un pequeño rincón de paz en medio del caos y eso era suficiente por ahora.

Al día siguiente, volví a la cafetería, pero algo había cambiado en mí. Decidí inscribirme en clases de piano y buscar nuevos espacios donde pudiera seguir explorando mi autenticidad. No sabía qué me depararía el futuro, pero al menos ahora tenía una dirección. Una melodía que seguir.


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