LA INCOMPRENSIÓN DE ARACNE
Las
luces fluorescentes del aula parpadeaban con un zumbido irritante, una banda
sonora adecuada para la constante sensación de ansiedad que me acompañaba.
Había terminado la secundaria hacía dos años y, desde entonces, me encontraba
en una espiral de desesperación y confusión. Todo lo que había aprendido en el
colegio no me servía de nada en el mundo real. Los ideales y valores que había
absorbido como una esponja parecían absurdos y anticuados en una sociedad que
valoraba la conformidad por encima de la autenticidad.
Los
días se sucedían unos a otros, monótonos y sin propósito. Trabajaba en una
pequeña cafetería del centro, sirviendo café y sonrisas falsas a clientes que
no notaban ni les importaba mi presencia. Mis compañeros de trabajo hablaban de
sus planes de futuro, de sus estudios universitarios, de sus ambiciones. Yo, en
cambio, sentía que estaba atrapada en un ciclo interminable de insatisfacción.
Mis
manos temblaban constantemente. A veces era el miedo a no ser suficiente, otras
veces era el temor de que alguien notara que no encajaba. No podía compartir
mis pensamientos con nadie. No podían entender que no quería formar parte de
una sociedad que me exigía ser igual a los demás. ¿Por qué debo renunciar a ser
lo que otros no quieren ver?
Esa
tarde, después de salir del trabajo, decidí caminar sin rumbo fijo por las
calles de la ciudad. El aire fresco de la tarde me golpeaba el rostro, dándome
una sensación de alivio temporal. Pero en el fondo, el nudo en mi estómago no
desaparecía. No podía ocultar lo que a mi mente se venía.
Llegué
a un parque y me senté en un banco. Observé a la gente que pasaba: niños
jugando, parejas paseando de la mano, ancianos disfrutando del sol. Todos
parecían tan seguros de su lugar en el mundo. Sentí una punzada de envidia y
una oleada de resentimiento. ¿Por qué yo no podía ser así? ¿Por qué no podía
simplemente conformarme?
Mis
pensamientos se volvían cada vez más oscuros. Recordé las palabras de mi
profesora de filosofía en el último año de secundaria: «La autenticidad es ser
fiel a uno mismo». ¿Pero qué significaba ser fiel a uno mismo cuando uno no
sabía quién es en realidad?
La
ansiedad me consumía. Cada respiración era un esfuerzo, cada latido de mi
corazón un recordatorio de mi fracaso. Me levanté del banco y comencé a caminar
de nuevo, más rápido esta vez, tratando de escapar de mis propios pensamientos.
Mientras
caminaba sin rumbo, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos sin previo
aviso. La desesperación me abrumaba y cada paso se sentía más pesado que el
anterior. La imagen de mi madre apareció en mi mente, la manera en que su rostro reflejaba
cansancio y preocupación cada vez que me veía. Había sacrificado tanto por mí,
trabajando largas horas para darme una educación, para asegurarme un futuro que
ahora parecía fuera de mi alcance, para asegurarse que fuera igual a los demás.
Recordé
una noche en particular, unos meses después de graduarme, cuando había llegado
a casa tarde del trabajo. La encontré sentada en la cocina, con los ojos
enrojecidos de tanto llorar. Me acerqué para consolarla, pero no pude decir
nada que aliviara su dolor. Esa noche, me quedé despierta a su lado,
sintiéndome impotente y culpable. Sentí que había fallado no solo a mí misma,
sino también a ella. ¿Por qué no supe ayudar a quien siempre estuvo para mí?
La
ciudad se volvía cada vez más opresiva. Las luces de los edificios, los ruidos
del tráfico, las conversaciones ininteligibles de los transeúntes, todo se
mezclaba en un caos ensordecedor. Sentí que iba a explotar. Necesitaba un
escape, cualquier cosa que me permitiera sentirme viva.
Me
encontré frente a un edificio abandonado en las afueras de la ciudad. Las
ventanas estaban rotas y la puerta principal colgaba de una bisagra oxidada.
Sin pensarlo dos veces, entré. El interior estaba oscuro y polvoriento, pero al
menos era un lugar donde podía estar sola, lejos de las miradas y expectativas
de los demás. Alejada de lo normal. Mis pasos resonaban en el vacío mientras
avanzaba por el vestíbulo desolado. A mi derecha, una escalera de mármol
destrozada ascendía hacia pisos superiores que probablemente estaban en ruinas.
Decidí explorar más, impulsada por una curiosidad casi morbosa.
La
oscuridad del edificio se sentía como un manto reconfortante, envolviéndome y
aislándome del mundo exterior. Cada rincón del lugar parecía contar una
historia de olvido y abandono. Las paredes estaban cubiertas de grafitis,
mensajes desesperados de aquellos que habían pasado antes que yo. Algunos de
los escritos eran crudos y directos, otros eran enigmáticos, casi poéticos.
Seguí
caminando hasta llegar a una gran sala que alguna vez debió ser una especie de
salón de baile o auditorio. La luz tenue del atardecer se filtraba a través de
las ventanas rotas, creando patrones de sombras danzantes en el suelo
polvoriento. Me senté en lo que quedaba de una tarima, sintiendo una extraña
mezcla de calma y desolación.
Saqué
de mi bolsillo un viejo cuaderno que solía llevar a todas partes. Era un hábito
que había adquirido en la secundaria, un intento de plasmar mis pensamientos y
emociones en palabras. Pero al abrirlo, me di cuenta de que no había escrito
nada en meses. Las páginas en blanco parecían burlarse de mi incapacidad para
encontrar sentido o propósito. Es entonces cuando comprendí que había
renunciado a una parte de mí, intentando ser igual a los demás. Quise cerrarlo,
con la intención de olvidarlo, pero al levantar la vista, pude ver en una
esquina de la sala, casi oculto por la oscuridad, un viejo piano de cola. Me
acerqué, con el corazón latiendo un poco más rápido por la emoción. Estaba
cubierto de polvo, y algunas teclas estaban rotas, pero parecía lo
suficientemente robusto para tocar. Me senté en el desvencijado banco y dejé
que mis dedos rozaran las teclas. Al principio, solo fue un murmullo
desafinado, pero luego, poco a poco, una melodía comenzó a formarse. No era
perfecta, pero era mía. Cada nota, cada acorde, parecía liberar una parte de la
angustia que llevaba dentro.
Perdí
la noción del tiempo. La música me envolvía, me transportaba a un lugar donde
no existían las expectativas ni los fracasos. Solo el sonido y yo. Fue en ese
momento, en medio de aquel edificio en ruinas, que entendí algo importante. No
necesitaba tener todas las respuestas, no necesitaba encajar. Solo necesitaba
encontrar momentos, espacios donde pudiera ser yo misma, sin máscaras ni
presiones, entender que el arte corría por mis venas, recordándome la
importancia de ser yo misma.
La
autenticidad no era un destino, sino un proceso. Un camino que se construía
nota a nota, paso a paso. Y aunque todavía no sabía quién era en realidad, al
menos ahora sabía cómo empezar a buscarlo. Salí del edificio con una sensación
de ligereza, como si me hubieran quitado un peso de encima. La ciudad ya no se
veía tan opresiva. El bullicio de las calles, las luces, todo parecía menos
amenazante. Había encontrado el significado de lo que decía mi profesora: «la autenticidad es
ser fiel a uno mismo», también un pequeño rincón de paz en medio del caos y eso
era suficiente por ahora.
Al
día siguiente, volví a la cafetería, pero algo había cambiado en mí. Decidí
inscribirme en clases de piano y buscar nuevos espacios donde pudiera seguir
explorando mi autenticidad. No sabía qué me depararía el futuro, pero al menos
ahora tenía una dirección. Una melodía que seguir.
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