Capítulo 1
Los clásicos
no son aburridos, sobre todo si vives para ellos. Si creíais que ser
bibliotecaria era aburrido, os garantizo que no lo es. Me entretengo leyendo a
Shakespeare, Edgar Allan Poe, Antonio Machado, Dickens e, incluso, Fernando Pessoa.
No penséis que
soy una rata de biblioteca, trabajo en una, sí, pero también hago cosas como
cualquier tipo de persona: me fijo en las personas que entran día a día y si
alguno me resulta interesante, me coloco estratégicamente para poder oír sus temas
de conversación o ver lo que leen. No penséis que soy cotilla, sino que mi alma
necesita conocer y, no quiero engañar a nadie, leer todo el día, durante siete
horas seguidas, puede llegar a ser un poco tedioso, así que observar es un
pasatiempos que tenía.
Se pueden
saber muchas cosas sobre una persona con tan sólo ver el libro que tiene en sus
manos: qué estudia, a que se dedica y saber cómo son sus personalidades.
Mi historia
comienza un día en el que un hombre, joven y alto, entra en la biblioteca con
un par de libros en su mano y decidido a estudiar. Tenía la planta propia del
Cid y los músculos de Tarzán. Yo era una de las personas que consideraban que
alguien con músculos, perdían uno de los más importantes, el cerebro.
Se sentó en la
segunda fila, cerca de un ordenador y, dispuesto a estudiar con los codos en la
mesa, empezó a subrayar el libro que tenía. No sé el porqué, pero me resultaba
interesante ver cómo estudiaba o, simplemente, observarlo. Cada rasgo de su
cuerpo me fascinaba. Su pelo había robado la tonalidad del oro y sus ojos
reflejaban el color del mar en un día lleno de sol. Sus brazos, capaces de
levantar a un elefante, marcaban, con mucho detalle, el color de las venas que
formaban tal obra maestra.
Fue él quien
me inspiro para empezar a escribir y he de reconocer que siempre tuve muchas
ganas de hacerlo. Muchas veces he tenido en mente hacer una historia inspirada
en la época medieval, con dragones, faunos y tritones. Nunca supe el motivo por
el que no encontraba motivación. Ya tenía toda la historia en mi cabeza, sólo
faltaba plasmarla en los escritos, pero nunca me decidía a hacerlo.
Cuando llegó
él, algo cambió en mí. De pronto, tenía la imperiosa necesidad de escribir,
pero no lo que tenía pensado desde hace mucho tiempo, sino que algo nuevo.
Quería ponerme a ello, sin preocuparme de mi trabajo, teniendo como inspiración
a ese hombre que cumplía perfectamente el canon de belleza clásico.
Os explico: la
trama se basaba en una historia llena de lujuria, pasión y deseo, en el que las
fantasías no se quedaban retenidas en el olvido, sino que tenían como
obligación hacerse realidad. La protagonista sería una joven dominatrix que
tenía el menester de encontrarse con todos los hombres a sus pies.
Tras un par de
semanas ya llevaba más de trescientas páginas escritas con la inspiración de
aquel joven que volvía todas las semanas al mismo ordenador del último piso. Un
día intenté acercarme a él para saber, por lo menos, su nombre, pero siempre me
saltaba el temor al rechazo. En uno de los capítulos la protagonista se había
enamorado de un joven de características similares a las del estudiante.
Dentro de mí
notaba que era el momento de acercarme a él y saber más de su vida o el motivo
por el que venía todos los días a la biblioteca. Mi alma curiosa buscaba
respuestas, pero mi timidez quería seguir refugiándose en la escritura del
libro. Con la frente empapada de sudor, decidí acercarme a él; tomé, como punto
de partida, una estantería situada a su espalda. Me separaban unos dieciocho
pasos de hallar la verdad. Ese día la temperatura de la biblioteca era mayor
que cualquier día de verano, por lo que, cada vez que me acercaba a él, podía
presenciar cómo le brillaba la espalda, pues recuerdo que ese día llevaba una
camiseta de tirantes que dejaba ver a simple vista sus músculos empapados de
sudor. No sé el motivo, pero cada vez que me acercaba me resultaba más
atractivo y no paraba de sudar. Esa espalda, trabajada por un intenso esfuerzo
en el gimnasio, provocaba en mí un fuerte deseo de ver su cuerpo tal y como lo
habían traído al mundo. Hubiera pagado lo que fuera por ver, en ese momento, al
joven imitando al Hombre de Vitruvio reflejado por Leonardo da Vinci. A tan sólo dos pasos de él, pude ver
que su mano izquierda no estaba a la vista, mientras que la derecha estaba en
el ratón del ordenador. Efectivamente, mi cabeza llegó a creer, por un momento,
que estaba viendo una fantasía digna de plasmar en mi libro, pero no. La
realidad era que el joven aprovechaba la hora que estaba en el ordenador de la
biblioteca para descubrir su sexualidad.
Al verlo, me fui corriendo a la estantería de la que había partido mi
aventura. Allí comencé a meditar sobre lo que había visto y me sentía tan
acalorada que decidí calmar tal deseo sexual en mi novela.
Tirada en el suelo, entre estantería y estantería, con el portátil en
mis piernas, me puse a escribir con la dedicación que empleó Cervantes en
escribir su obra. Recuerdo que el capítulo fue uno de los más largos que había
escrito en él. Justo en el momento más importante del mismo, cuando la
dominatrix había pillado a uno de sus clientes masturbándose en la cama sin su
autorización, apareció mi jefa. Tras haberme encontrado, tumbada en el suelo y
con mi ordenador, movió cielo y tierra para saber qué me había entretenido
durante tanto tiempo para no cuidar mi trabajo.
-
Déjame ver lo que tienes en
ese ordenador. — Su intención era cogérmelo de las manos, pero me opuse. — ¿No
quieres enseñármelo? Muy bien, tú decides: te vas a la calle o me enseñas lo
que hay en esa pantalla.
A pesar de ser una vieja resentida, mi jefa tenía buen corazón y creía
que, si se lo enseñaba, me entendería y además así no tenía que decir adiós al
joven que tantas fantasías estaba generando en mi cabeza.
-
Mira Fernanda, sé que puede
parecer un poco encelado, pero te juro que este proyecto es sólo eso, así que
no quiero que pienses que estoy deseosa por probar hombre. — Tras mi
intervención, me levanté y giré el ordenador para que leyera lo que estaba
escribiendo.
-
¿Esto… esto qué quiere decir?
¿Eres una escritora pornográfica?
-
Prefiero decir que escribo
literatura erótica. Además, creo que esto… — Me interrumpió.
-
¡Cuando buscaba empleadas
puse expresamente en el anuncio que las quería castas, no quería para nada a
ninguna pervertida trabajando en un lugar rodeado de cultura y conocimiento!
-
Pero yo…
-
Ya puedes borrar todo lo que
has escrito ahí porque me ha llegado un solo párrafo para querer quitarme los
ojos y lavármelos con lejía — le encantaban las metáforas.
-
No quiero Fernanda. Creo que
todo lo que he escrito puede llegar a interesarle a cualquier persona que no
haya…
-
¡Cualquier persona que quiera
tener un palo en medio de sus piernas! — Las lágrimas comenzaban a caer por mi
mejilla. — ¡Vete por esa puerta y ni se te ocurra volver a
cruzarla!
No dije ni una palabra más, cerré la pantalla del ordenador y me fui sin
mirar al apuesto joven que continuaba con su mano en la sardina, ajeno a que ya
no podría continuar escribiendo la historia, sin posibilidad a contemplar cómo
su camiseta marcaba sus definidos abdominales.
Caminando por la calle, quise olvidarme de todo el tiempo que había
perdido escribiendo esa tontería. Necesitaba encontrar un nuevo trabajo para
mantener mi casa y mi coche que me traía por el camino de la amargura.
Una vez llegué a mi casa, cambié mi mentalidad y decidí imprimir los
primeros capítulos que tenía escritos para llevárselos a algunas editoriales.
Quería saber si lo que estaba escribiendo merecía la pena o tal vez Fernanda
tenía razón. Tal vez toda esta ilusión me serviría para utilizar en la mesa
coja de mi salón.
Acudí a distintas editoriales, ninguna me dejó pasar por la puerta,
supongo que mi vestimenta no era la más apropiada. Tenía que cambiar la falda
de tubo por otra un poco más corta o tal vez unos vaqueros, aunque, estos
últimos, marcaban demasiado mi figura.
Decidí tirar los impresos por el puente que conectaba con una de las
calles menos pobladas de la ciudad. Tenía la esperanza de que el viento y la
lluvia ejercieran su función de deshacer ese desastre que había creado.
Pasaban las semanas y no encontraba ningún trabajo capaz de asimilar mi currículum; tenía la licenciatura del
grado en Humanidades y eso, en los tiempos que corren, ya no se valora.
Demasiada cualificación para esta ciudad carente de cultura. Aquí sólo se
buscaba experiencia en la manicura y en cómo utilizar los libros para decorar
las estanterías de la casa.
Justo cuando pensaba ir a la biblioteca a rogarle a Fernanda que me
diera otra oportunidad, una carta cruzó el hueco que había en mi puerta. En
ella aparecía un mensaje que me instaba a acudir a una dirección. Allí,
textualmente, buscaban a una persona “como yo”. Nunca había oído nada de esa
dirección, estaba en la otra punta de la ciudad y supongo que el sueldo se me
iría en la gasolina y en la hipoteca, pero prefería eso antes que seguir mi
plan: alimentarme de las humedades que ofrecían las esquinas de mi casa.
Mi cuerpo se quedó atónito y decidí acabar con las pocas reservas de
helado de chocolate que me quedaba en mi congelador. Siempre me ayudaba a
pensar.
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