Capítulo 2

septiembre 22, 2016 Orfeo 0 Opiniones

No parecía estar muy contenta de haberse cruzado conmigo, se acercó a una de las chicas y, mirándome, se sentó en la silla más cercana a nuestra posición.
-          Muy bien, venga chico, dime todo lo que sepas. – Su mechero no le funcionaba. – Nunca me acostumbraré a estas mierdas.
-          ¿A qué te refieres? Yo no sé nada de nada, así que si no les importa pagar sus consumiciones y salir de aquí. – Después de decir eso, mis rodillas se doblaron sin mi consentimiento, dejándome caer en la silla que tenía justo atrás.
-          Aquí las órdenes las dicto yo ¿te parece? – Me dijo cambiando su actitud a una más serena.
-          De… de acuerdo… – Tengo que admitir que en ese momento las ganas de hacerme pis encima fueron contenidas a límites insospechados.
-          Chicas, haced los honores.
Dos mujeres del grupo se acercaron a mí y deslizaron, al mismo tiempo, sus manos por mi cara. Por aquel entonces, no sabía cuál era la finalidad de esa manía tan peculiar que tenían.
-          Ana, algo va mal… – Dijo la rubia que estaba a mi lado.
-          ¿Qué pasa ahora? – Volvió a cambiar su tono de voz, como si su paciencia hubiera llegado a su límite.
-          No… no funciona. – Cuando dijo eso, se levantó de la silla bruscamente, como si se le hubieran dado una mala noticia.
-          Dejadme a mí – Se acercó impulsada hacia mí y repitió el mismo movimiento que sus súbditas.
Tras acabar de hacer esa extraña acción, su cara cambió, como si de un fantasma me tratara.
-          No es posible… – Se giró de golpe y fue a la puerta del local a pensar.
-          ¿Qué se supone que debemos hacer? – Le dijo la misma que le habló anteriormente.
-          Por el momento, seguir como siempre, ya pensaremos en algo. Llevaros a la camarera, vámonos.
-          ¡No! – Me intenté levantar para impedir el rapto de Diana.
-          ¡Vinculus! – Gritó la morena que estaba casi a las espaldas de la más mayor.
Comenzaron a nacer raíces de las patas de la silla que me agarraron las piernas para inmovilizar mi cuerpo. No podía hacer nada, tan sólo podía observar a Diana siguiendo a las jóvenes.
Esperé durante unas cuantas horas en esa silla intentando liberarme de esas raíces que aparecieron por arte de magia y al cabo de un rato las raíces volvieron desde su punto de origen. Cuando por fin estaba liberado, no sabía qué hacer, me había pasado esas horas intentando lograr mi liberación sin pensar en lo que haría una vez fuera libre. Me quedé en la silla, pensando en si realmente todo lo que había visto era real o mi imaginación me había jugado una mala pasada, como en todos los sueños que había tenido las noches anteriores. Como no estaba seguro, retomé la rutina, cerrando el local y yéndome a casa de mi tía.
La noche era muy oscura y llovía demasiado como para pararme a observar los detalles de la noche. Llegué al porche de la casa y, por más que buscaba en mis pantalones, mis llaves no estaban. Me quedé mirando para la puerta, apoyado en ella, a la vez que pensaba en la manera de entrar: llamar a mi tía no iba a ser la solución, probablemente se quedaría bebiendo en el sofá hasta dormirse por la cantidad de alcohol en sangre que ni un elefante soportaría. La llave de repuesto que siempre dejaba bajo el felpudo acababa desapareciendo por razones que desconocía. Estaba claro, si no quería tirar la puerta abajo, debía pasar la noche en el porche… menos mal que estaba cubierto de la lluvia. Seguía contemplando como un tonto la puerta, esperando a que mi tía se diera cuenta de la hora en la que vivíamos. Me cansé de mirarla y me senté en el banco, allí las gotas me mojaban la espalda, lo que hacía incrementar mi enfado.
Cada hora que pasaba, mi enfado se aceleraba, me levanté del asiento para intentar tranquilizarme, pero no lo conseguía. De nuevo, la miré con enfado:
-          ¡Ábrete maldita puerta! – Dije gritando a la vez que la golpeaba.
Justo después de mi intervención, la puerta se abrió como si hubiera estado abierta durante todo ese tiempo, pero no era así, lo comprobé millones de veces. Entré en la casa procurando mojar el suelo lo menos posible, porque sabía que lo tenía que fregar yo después, comprobé si mi teoría respecto a mi tía estaba en lo acierto y, efectivamente, estaba desplomada en el sofá con unas cuantas botellas de whisky tiradas en el suelo.
Me quité toda la ropa que llevaba encima incluida la interior, estaba totalmente encharcado, y las dejé en el baño del piso de abajo. Subí las escaleras y al meterme en mi habitación cogí unos calzoncillos y una camiseta secos, me metí en la cama dispuesto a meditar en todo lo que me había pasado en ese día.
Estaba en medio de un círculo que tenía muchos triángulos en su interior y yo, situado en el centro, no podía salir de él. Esta vez, parecía tener espectadores, unas siluetas con unos sombreros con forma puntiaguda que me observaban desde cada una de las cinco puntas de los triángulos. Una vez todas las siluetas extendieron sus brazos, el círculo empezó a arder, dando más intensidad en el ambiente. Yo, incapaz de huir, notaba como las llamas se acercaban cada vez más a mí, notaba el calor entrando por mi cuerpo, por mis venas… no podía aguantar. Me desperté lleno de sudor en la cama y en mitad de la noche.
-          Uf, estas muy sexy así… tan sudado… – Escuché en mitad de la oscuridad de mi cuarto.
-          ¿Qué narices? – Dije mientras buscaba el interruptor de la luz que, por desgracia, me quedaba un poco lejos, por lo tanto, debía levantarme.
-          Tranquilo – Se encendieron la luz sincronizándose con el chasqueo de sus dedos. – que no muerdo, aunque viendo ese paquete que tienes ahí guardado, no prometo nada.
-          ¿Quién… quién eres? Espera, yo a ti te conozco, eres una de las del grupo de chicas del bar. ¿Dónde está Diana?
-          Eh, eh, relájate cielo – Mi cuerpo se vio impulsado a la cama con tan sólo ella señalar la cama. – solo venía a ver cómo estás y no sólo hablo de salud.
-          Mira rubia, veo que estás peor que una perra en celo, pero… – Mi boca se cerró de repente.
-          No me vuelvas a llamar perra, excepto si estamos haciéndolo en el armario de tus padres… eso me pone, bastante. – Me decía con mirada de persuasión, que no tenía mucha eficacia. – Tengo que decir que eres el primero que se resiste tanto, normalmente con tan sólo verme los ojos ya se están muriendo por probar mis labios. No serás gay, ¿verdad? No, no lo eres. Te gusto, pero no lo suficiente. – Sí, tengo que decir que la chica no estaba mal, pero no tanto como para querer hacer nada con ella.
-          Mira, no sé quién eres, ni cómo te has metido en mi habitación. Lo único que quiero de ti es información, empezando por el paradero de mi compañera. – Había algo que no me dejaba levantarme de la cama, pero ese “algo” perdía la fuerza conforme iba hablando.
-          Bueno, si quieres información te la daré, pero no aquí. Estás demasiado sudado como para centrarme en otra cosa que no sea hacerlo contigo ahora mismo. Me voy, ha sido una velada excelente. – Decía mientras cruzaba la puerta de mi cuarto.
-          Espera, ¿dónde quieres hablar? Necesito saber dónde está Diana.
-          Ya nos veremos, guapo. – Decía mientras se iba con una pequeña sonrisa que manifestaba su zorrería.
Una vez la puerta se cerró, las luces se apagaron y yo, ya me podía mover. Intenté cruzar lo antes posible para intentar alcanzarla, pero me fue imposible, al abrir la puerta ella ya no estaba.  Intenté recobrar el sueño y preguntándome de nuevo si lo que acaba de pasar era un sueño o si realmente estaba viviendo en un programa de cámara oculta.
A la mañana siguiente, recobré mi rutina, dejando a mi tía tirada en el sofá y al salir al porche, la lluvia seguía cayendo con la misma fuerza que a la noche. Cogí mi abrigo y me puse la capucha, a la vez que preparaba mis energías para ir corriendo a por el bus. Llegando al local, vi un grupo de plañideras, que obviamente, eran ellas. No abrí el bar y me metí por el callejón para cruzarme con ellas. Al pasarlo, no las vi y al ver el cartel del “Val Avenue” me di cuenta que estaba ya a doscientos metros del local, de nuevo, había perdido la noción del tiempo. Fui corriendo al bar para abrirlo, pero al llegar allí mi jefa estaba esperando en la puerta con su típica cara de amargada.
-          Aras, llegas una hora tarde de la apertura del bar. ¿Se puede saber dónde has estado?
-          Lo siento Fiona, pero el transporte público no es muy preciso últimamente. – Le decía mientras abría la puerta con la llave.
-          Te queda media hora para que lleguen los clientes habituales, ponte las pilas. ¿Se puede saber dónde está Diana? No sé qué voy a hacer con vosotros.
-          Me dijo que no iba a venir hoy, tenía un poco de gripe.
-          ¿Un poco de gripe? Ya hablaré con ella. – He de reconocer que no utilicé la mejor escusa, pero sí la primera que se me ha ocurrido.
Una vez entré en el bar, se dispuso a vigilar todos los movimientos que hacía. Seguramente pensaba que me iba a poner a robar los cubiertos que venían del mercadillo, con el retraso con el que empecé la mañana, me había ganado su desconfianza plena.
-          Deja, no sabes hacerlo bien, se hace así. – Me decía mientras lavaba los vasos del fregadero.

Cuando empezó a incordiar a la cocinera, me vino una brisa de tranquilidad que duró poco. Su irritante voz la escuchaba de fondo, peor que una emisora de radio que sólo ponen música de orquestas que nadie conoce y que sólo son bailadas por gente octogenaria. Cogió uno de las tapas que tenía preparadas y se la llevó a la bocaza. Mi enfado volvió a manifestarse por mi boca, susurrando: “Atragántate”, lo típico que se le suele decir a alguien que te cae mal, pero después de mis palabras, empezó a llevar sus manos a su garganta y bajó del segundo piso del bar dirigiéndose hasta mí, pero no llegó a tiempo y se desplomó en el suelo. Me dirigí corriendo hacia ella y antes de agacharme vi que estaba rodeado del grupo de mujeres que tanto me estaba perturbando la mente.