Capítulo 2
No parecía
estar muy contenta de haberse cruzado conmigo, se acercó a una de las chicas y,
mirándome, se sentó en la silla más cercana a nuestra posición.
-
Muy bien, venga chico, dime todo lo que sepas. –
Su mechero no le funcionaba. – Nunca me acostumbraré a estas mierdas.
-
¿A qué te refieres? Yo no sé nada de nada, así
que si no les importa pagar sus consumiciones y salir de aquí. – Después de
decir eso, mis rodillas se doblaron sin mi consentimiento, dejándome caer en la
silla que tenía justo atrás.
-
Aquí las órdenes las dicto yo ¿te parece? – Me
dijo cambiando su actitud a una más serena.
-
De… de acuerdo… – Tengo que admitir que en ese
momento las ganas de hacerme pis encima fueron contenidas a límites
insospechados.
-
Chicas, haced los honores.
Dos mujeres del
grupo se acercaron a mí y deslizaron, al mismo tiempo, sus manos por mi cara.
Por aquel entonces, no sabía cuál era la finalidad de esa manía tan peculiar
que tenían.
-
Ana, algo va mal… – Dijo la rubia que estaba a
mi lado.
-
¿Qué pasa ahora? – Volvió a cambiar su tono de
voz, como si su paciencia hubiera llegado a su límite.
-
No… no funciona. – Cuando dijo eso, se levantó
de la silla bruscamente, como si se le hubieran dado una mala noticia.
-
Dejadme a mí – Se acercó impulsada hacia mí y
repitió el mismo movimiento que sus súbditas.
Tras acabar de
hacer esa extraña acción, su cara cambió, como si de un fantasma me tratara.
-
No es posible… – Se giró de golpe y fue a la
puerta del local a pensar.
-
¿Qué se supone que debemos hacer? – Le dijo la
misma que le habló anteriormente.
-
Por el momento, seguir como siempre, ya
pensaremos en algo. Llevaros a la camarera, vámonos.
-
¡No! – Me intenté levantar para impedir el rapto
de Diana.
-
¡Vinculus!
– Gritó la morena que estaba casi a las espaldas de la más mayor.
Comenzaron a
nacer raíces de las patas de la silla que me agarraron las piernas para
inmovilizar mi cuerpo. No podía hacer nada, tan sólo podía observar a Diana
siguiendo a las jóvenes.
Esperé durante
unas cuantas horas en esa silla intentando liberarme de esas raíces que
aparecieron por arte de magia y al cabo de un rato las raíces volvieron desde
su punto de origen. Cuando por fin estaba liberado, no sabía qué hacer, me
había pasado esas horas intentando lograr mi liberación sin pensar en lo que
haría una vez fuera libre. Me quedé en la silla, pensando en si realmente todo
lo que había visto era real o mi imaginación me había jugado una mala pasada,
como en todos los sueños que había tenido las noches anteriores. Como no estaba
seguro, retomé la rutina, cerrando el local y yéndome a casa de mi tía.
La noche era
muy oscura y llovía demasiado como para pararme a observar los detalles de la
noche. Llegué al porche de la casa y, por más que buscaba en mis pantalones,
mis llaves no estaban. Me quedé mirando para la puerta, apoyado en ella, a la
vez que pensaba en la manera de entrar: llamar a mi tía no iba a ser la
solución, probablemente se quedaría bebiendo en el sofá hasta dormirse por la
cantidad de alcohol en sangre que ni un elefante soportaría. La llave de
repuesto que siempre dejaba bajo el felpudo acababa desapareciendo por razones
que desconocía. Estaba claro, si no quería tirar la puerta abajo, debía pasar
la noche en el porche… menos mal que estaba cubierto de la lluvia. Seguía
contemplando como un tonto la puerta, esperando a que mi tía se diera cuenta de
la hora en la que vivíamos. Me cansé de mirarla y me senté en el banco, allí
las gotas me mojaban la espalda, lo que hacía incrementar mi enfado.
Cada hora que
pasaba, mi enfado se aceleraba, me levanté del asiento para intentar tranquilizarme,
pero no lo conseguía. De nuevo, la miré con enfado:
-
¡Ábrete maldita puerta! – Dije gritando a la vez
que la golpeaba.
Justo después
de mi intervención, la puerta se abrió como si hubiera estado abierta durante
todo ese tiempo, pero no era así, lo comprobé millones de veces. Entré en la
casa procurando mojar el suelo lo menos posible, porque sabía que lo tenía que
fregar yo después, comprobé si mi teoría respecto a mi tía estaba en lo acierto
y, efectivamente, estaba desplomada en el sofá con unas cuantas botellas de
whisky tiradas en el suelo.
Me quité toda
la ropa que llevaba encima incluida la interior, estaba totalmente encharcado,
y las dejé en el baño del piso de abajo. Subí las escaleras y al meterme en mi
habitación cogí unos calzoncillos y una camiseta secos, me metí en la cama
dispuesto a meditar en todo lo que me había pasado en ese día.
Estaba en
medio de un círculo que tenía muchos triángulos en su interior y yo, situado en
el centro, no podía salir de él. Esta vez, parecía tener espectadores, unas
siluetas con unos sombreros con forma puntiaguda que me observaban desde cada
una de las cinco puntas de los triángulos. Una vez todas las siluetas
extendieron sus brazos, el círculo empezó a arder, dando más intensidad en el
ambiente. Yo, incapaz de huir, notaba como las llamas se acercaban cada vez más
a mí, notaba el calor entrando por mi cuerpo, por mis venas… no podía aguantar.
Me desperté lleno de sudor en la cama y en mitad de la noche.
-
Uf, estas muy sexy así… tan sudado… – Escuché en
mitad de la oscuridad de mi cuarto.
-
¿Qué narices? – Dije mientras buscaba el interruptor
de la luz que, por desgracia, me quedaba un poco lejos, por lo tanto, debía
levantarme.
-
Tranquilo – Se encendieron la luz
sincronizándose con el chasqueo de sus dedos. – que no muerdo, aunque viendo
ese paquete que tienes ahí guardado, no prometo nada.
-
¿Quién… quién eres? Espera, yo a ti te conozco,
eres una de las del grupo de chicas del bar. ¿Dónde está Diana?
-
Eh, eh, relájate cielo – Mi cuerpo se vio
impulsado a la cama con tan sólo ella señalar la cama. – solo venía a ver cómo
estás y no sólo hablo de salud.
-
Mira rubia, veo que estás peor que una perra en celo,
pero… – Mi boca se cerró de repente.
-
No me vuelvas a llamar perra, excepto si estamos
haciéndolo en el armario de tus padres… eso me pone, bastante. – Me decía con
mirada de persuasión, que no tenía mucha eficacia. – Tengo que decir que eres
el primero que se resiste tanto, normalmente con tan sólo verme los ojos ya se están
muriendo por probar mis labios. No serás gay, ¿verdad? No, no lo eres. Te gusto,
pero no lo suficiente. – Sí, tengo que decir que la chica no estaba mal, pero
no tanto como para querer hacer nada con ella.
-
Mira, no sé quién eres, ni cómo te has metido en
mi habitación. Lo único que quiero de ti es información, empezando por el
paradero de mi compañera. – Había algo que no me dejaba levantarme de la cama,
pero ese “algo” perdía la fuerza conforme iba hablando.
-
Bueno, si quieres información te la daré, pero
no aquí. Estás demasiado sudado como para centrarme en otra cosa que no sea
hacerlo contigo ahora mismo. Me voy, ha sido una velada excelente. – Decía
mientras cruzaba la puerta de mi cuarto.
-
Espera, ¿dónde quieres hablar? Necesito saber dónde
está Diana.
-
Ya nos veremos, guapo. – Decía mientras se iba
con una pequeña sonrisa que manifestaba su zorrería.
Una vez la
puerta se cerró, las luces se apagaron y yo, ya me podía mover. Intenté cruzar
lo antes posible para intentar alcanzarla, pero me fue imposible, al abrir la
puerta ella ya no estaba. Intenté
recobrar el sueño y preguntándome de nuevo si lo que acaba de pasar era un
sueño o si realmente estaba viviendo en un programa de cámara oculta.
A la mañana
siguiente, recobré mi rutina, dejando a mi tía tirada en el sofá y al salir al
porche, la lluvia seguía cayendo con la misma fuerza que a la noche. Cogí mi
abrigo y me puse la capucha, a la vez que preparaba mis energías para ir
corriendo a por el bus. Llegando al local, vi un grupo de plañideras, que
obviamente, eran ellas. No abrí el bar y me metí por el callejón para cruzarme
con ellas. Al pasarlo, no las vi y al ver el cartel del “Val Avenue” me di
cuenta que estaba ya a doscientos metros del local, de nuevo, había perdido la
noción del tiempo. Fui corriendo al bar para abrirlo, pero al llegar allí mi
jefa estaba esperando en la puerta con su típica cara de amargada.
-
Aras, llegas una hora tarde de la apertura del
bar. ¿Se puede saber dónde has estado?
-
Lo siento Fiona, pero el transporte público no
es muy preciso últimamente. – Le decía mientras abría la puerta con la llave.
-
Te queda media hora para que lleguen los
clientes habituales, ponte las pilas. ¿Se puede saber dónde está Diana? No sé
qué voy a hacer con vosotros.
-
Me dijo que no iba a venir hoy, tenía un poco de
gripe.
-
¿Un poco de gripe? Ya hablaré con ella. – He de
reconocer que no utilicé la mejor escusa, pero sí la primera que se me ha
ocurrido.
Una vez entré
en el bar, se dispuso a vigilar todos los movimientos que hacía. Seguramente
pensaba que me iba a poner a robar los cubiertos que venían del mercadillo, con
el retraso con el que empecé la mañana, me había ganado su desconfianza plena.
-
Deja, no sabes hacerlo bien, se hace así. – Me decía
mientras lavaba los vasos del fregadero.
Cuando empezó
a incordiar a la cocinera, me vino una brisa de tranquilidad que duró poco. Su
irritante voz la escuchaba de fondo, peor que una emisora de radio que sólo
ponen música de orquestas que nadie conoce y que sólo son bailadas por gente
octogenaria. Cogió uno de las tapas que tenía preparadas y se la llevó a la
bocaza. Mi enfado volvió a manifestarse por mi boca, susurrando: “Atragántate”,
lo típico que se le suele decir a alguien que te cae mal, pero después de mis
palabras, empezó a llevar sus manos a su garganta y bajó del segundo piso del
bar dirigiéndose hasta mí, pero no llegó a tiempo y se desplomó en el suelo. Me
dirigí corriendo hacia ella y antes de agacharme vi que estaba rodeado del
grupo de mujeres que tanto me estaba perturbando la mente.